Horizontales, 5: Un acertijo

A mi amigo Philip le encantaba hacer el crucigrama semanal.

Se compraba (o estaba suscrito) una revista de la cual admitía tener un interés secundario, o como mucho pasajero –cotilleo de sociedad, en gran parte, por lo que pude averiguar– pero que tenía en la contracubierta del final un crucigrama que adoraba.

No hay otra palabra que valga, me temo.

Un amigo de la oficina.

Todos los jueves.

Cohabitábamos una sección de cuadrados divididos, cuarenta horas laborales a la semana.

Hodgkins, ése era su apellido.

No estaba casado.

Ya no estaba casado.

No le hice pregunta alguna.

Tampoco él a mí.

Del mismo modo que ese día aprendí a dejarle en paz con su revista.

«¿Te importa?», me dijo.

Yo retrocedí unos pasos.

«Es lo único que me entusiasma,» y de ese modo justificó su aspereza.

Forzando una inhóspita sonrisa.

Los jueves yo me iba al parque y me comía el bocadillo.

A no ser que estuviese lloviendo.

Luego me iba a este, a ese o a aquel sitio.

Adonde fuera.

Le dejaba en paz.

¿USTED hace crucigramas? Yo tampoco. No tengo interés, ni la aptitud, ni el… no sé cómo llamarlo. La necesidad, supongo. Ah, bueno, si estoy en un avión, puede que tome el bolígrafo y empiece uno, puede que ponga una o dos palabras, pero las pistas son tan fáciles que me hacen sentir pueril, o bien me irrita no saberlas, y entonces acudo a las soluciones, en la página siguiente, y sanseacabó.

Y en buena hora, digo yo.

No se pierde nada.

Para la inteligencia, tengo a mi alcance otras posibilidades.

En el caso de Philip, según parece, no.

NUESTRO trabajo consiste en telefonear.

No es nada difícil. Lo que decimos nos lo han dejado escrito.

¿Qué más puedo contarles?

El trabajo es el trabajo.

JUEVES.

Me llevé el bocadillo.

Otra vez era jueves.

No estaba lloviendo.

Me fui al parque.

Cuando volví, Philip había terminado el crucigrama, como siempre, sin que nadie lo observara, tal y como él lo requería, sin compañía, pero esta vez habló.

«Se han equivocado,» me dijo.

«La solución de la semana pasada,» añadió.

«Normalmente no la miro,» dijo, «no me hace falta mirarla.»

Me fulminó con la mirada.

Me temo que no había otra palabra para ello.

Me fulminó con la mirada.

«Han impreso una equivocada.»

ME FUI A CASA cuando era ya la hora de irse a casa.

Philip se fue, adondequiera que le diera por ir.

Me llamó por teléfono.

«No era la solución equivocada,» dijo.

Tengo el teléfono en la pared de la cocina. A mí me gusta dormir desnudo.

«Oye, Philip,» le dije. «Que son las dos de la mañana.»

ESTABA ESPERÁNDOME con las dos revistas en la mano.

«Mira,» me dijo.

Yo ni siquiera me había quitado el abrigo.

«Horizontales 1.» Él señalaba la revista. «Antagonista del héroe. Yo puse: Villano. Y ellos tienen: Bellaco. Entonces, mira aquí, Verticales 1, usando la uve, eh. La pista es: receptáculo para flores. Vasija. Pues ellos tienen Búcaro.»

Me lo estaba enseñando.

«Mira,» me dijo.

Tenía razón.

«Y esta otra,» me dijo.

Cada una de las palabras era diferente.

«Y aquí también,» añadió.

Todas las soluciones.

«Horizontales 19,» me señaló.

La suya y la de ellos.

«Verticales 14,» dijo. «Donde yo tengo Criticón.»

Era inexplicable.

«Mira el Horizontales 36,» me dijo.

Las dos soluciones.

«Placa triangular en el brazo del ancla,» me estaba leyendo la pista.

Todo encajaba.

«ESCRIBE a la revista,» le sugerí.

Tendríamos que haber estado haciendo nuestras llamadas de teléfono.

«Al Libro Guinness de los Records,» le dije.

Ya era hora de ponerse a hacer llamadas.

«Al Premio Nobel,» añadí.

JUEVES.

Me llevé el bocadillo.

Era jueves otra vez.

No estaba lloviendo.

Me fui al parque.

Cuando regresé, Philip seguía sentado, con el lapicero todavía en la mano, la revista abierta por la página apropiada, sobre la superficie de la mesa de trabajo, los cuadrados de su adorado crucigrama completamente intactos, sin que ninguna casilla estuviese rellenada; un crucigrama virgen e impoluto, totalmente incólume.

«No puedo,» me dijo.

Me miró.

«No puedo,» repitió.

Y ya no quiso mirarme.

«¿Y si volviese a ocurrir?»

COMENZÓ a leer libros. Creo que leía libros. Seguro que leía libros.

«Un árbol,» dijo.

«Da sombra cuando hace sol,» dijo.

«Un cuadro para el pintor de atardeceres,» añadió.

«Una fecunda factoría para la formulación de frutas,» apuntó.

«Un hombre imperturbable lo tallará de una manera, pero un ebanista lo haría de otra,» dijo.

«El mismo árbol,» añadió.

ME LLEVÉ el bocadillo.

Estaba lloviendo.

Me fui al parque.

Era un martes.

LA REVISTA me miraba fijamente.

Dos meses sin tocarla.

Le pregunté por qué la seguía comprando.

Ocho números sin intentarlo.

Abrió la boca.

Le sugerí que no la comprase.

Se quedó mirándome.

La revista esperaba en su mesa de trabajo.

Se había quedado sin palabras.

«EL ÁRBOL,» me dijo.

Había terminado nuestra jornada laboral.

«El mismo árbol,» dijo.

Estábamos parados en la esquina.

«Ves el árbol,» dijo.

Y echó a caminar. Estaba ya muerto antes de que nadie pudiese decir nada: se puso directamente en la trayectoria de un camión que pasaba.

Debió pensarse que la luz del semáforo estaba en verde.

by Morris Lurie

ha publicado una treintena de libros tanto para adultos como para niños, entre ellos Flying Home (1978), The Twenty-Seventh Annual African Hippopotamus Race (1969), que ganó la edición inaugural del Premio YABBA, y su autobiografía, Whole Life (1987). En 2006 se hizo acreedor al Premio Patrick White, que laurea a un ‘autor que haya sido considerablemente creativo a lo largo de un tiempo, sin que haya recibido el reconocimiento debido’. "Horizontales, 5: Un acertijo" apareció publicado por primera vez en The Griffith Review, 32. Morris Lurie vive en Melbourne, donde escribe, pinta, pasea y escucha jazz.

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