Como saben, las dos están mal de la columna.
Usted, señora, tiene dos hernias que no podemos operar. Tú tienes una escoliosis que no quiero operar. Tendrán que hacer natación. Si en dos meses no mejoran me temo que habrá que pensar en un corsé. Sería una lástima.
Imaginé a la traumatóloga golpeando su escritorio con el mismo martillo del juez al dictar sentencia.
¿Conoce algún lugar donde podamos ir?
El colegio La Reparación tiene la mejor piscina. Es barata. Es limpia. Y queda cerca de la clínica. Solo estilo libre. Nada de hacer pecho, espalda, mariposa, solo libre, ¿entendido?
¿Vamos a repararnos a La Reparación?, me pregunta mamá. ¿Vamos?
Estoy enojada. Siempre me quejé de la espalda cuando era chica, pero nunca me llevó al traumatólogo; creía que era para llamar la atención. Qué curvas, hijita, qué lindo. No mamá, era escoliosis. No quiero acabar como ella, rompible, quejosa. Sus vértebras son como los anillos de un árbol. Arrastran pasado, fracasos, edad.
La piscina es semiolímpica. La parte honda es tan profunda que no conseguimos ver el fondo. El agua es brillante. Unas lámparas penden del techo. Luces amarillas. Las paredes son grises y altas. Los tubos de ventilación circundan las lámparas. Quizá sea el horario que hemos escogido, nueve de la noche, que apenas hay tres personas aparte de nosotras. Me siento un poco culpable de haberla obligado a venir tan tarde; era el único horario sin profesor.
Una hora, dos veces por semana.
Mamá desliza su toalla por la silla, saca unas bolsas llenas de cosas y las ordena en una mesita (reloj, peine, papel higiénico, cigarros), se adueña del lugar, como hace siempre. Yo dejo todas mis cosas en la mochila. Lanzo mi short y mi polo a una banca.
El agua tibia es deliciosa. Buceo, juego a hacer burbujas con la boca, salgo cuando no tengo más aire. Estoy casi del otro lado. Los ojos me duelen por el cloro. Mamá me saluda desde la escalera. Nado hacia ella.
Están prohibidos los clavados, me advierte.
¿Quién dice?
Es una piscina para nadar, no para jugar.
No molestes o te mojo la cabeza.
Igual me la tengo que mojar, tarde o temprano. Cuando íbamos al club, mamá prohibía a todos que se lanzaran cerca de ella para que no le arruinaran la permanente. A ella le daba asco que los chicos orinaran en la piscina; a mí, que se metiera con una bolsa en la cabeza.
Mamá baja la escalera. Hay una queja en sus movimientos pesados y en los ojos que me miran fijos, como si el agua estuviese congelada y fuera mi culpa. Aún no ha puesto un pie en el agua.
No puede evitarlo: se lanza del último peldaño y viene hacia mí. Por un instante tenemos la misma edad. Es el efecto del agua tibia sobre la piel y la consecuencia de saber que para todos los demás es invierno. Ahora la piscina es nuestra.
Parecemos dos amantes que han descubierto una playa solitaria, dice.
Me hundo recta. Intento tocar el fondo.
No hay piso, digo. Mejor, así tenemos que nadar de todas maneras. Voy a comprarnos gorros y lentes, mamá.
Gorro, no. No quiero perder más pelo. A esta edad una comienza a quedarse calva. Es terrible.
Tomo aire, pataleo con todas mis fuerzas y nado sin sacar la cabeza. La columna se me alinea, puedo sentirlo.
Quisiera saber cómo es tener un día sin dolor de espalda. El agua es mi elemento. En el colegio debí dedicarme a nadar y no al atletismo. Yo le ganaba a la mejor en natación.
Mamá chapotea en la zona profunda de la piscina. Estoy en la parte para niños, el agua me llega a las rodillas.
Tengo todo el pelo en la cara. Me estoy divirtiendo.
¿Por qué no me esperas?, me grita mamá.
¡Ven tú!
Así será siempre, suspiro, y sé que mamá piensa lo mismo. Por primera vez en toda mi vida observo cómo nada. Es un desastre. Sus brazadas son cortas, no mete en ningún momento la cabeza al agua, la mueve de un lado para otro al ritmo de sus brazos. Pésimo para la columna. Llega a mí solo con los pelos de la nuca empapados.
Mamá, tienes que nadar bien, meter la cabeza. Te va a dar dolor de cuello si no lo haces. Nadas como una niña.
Y tú tienes que salir a respirar. Nunca podré alcanzarte. Podemos ir lento, conversando.
Vamos lento, si quieres, pero nada de conversar. Hay que hacer las cosas bien.
A propósito de hacer las cosas bien, ¿cuándo vas a ordenar tu casa? Yo te he enseñado a que guardes lo que no necesitas, a que metas tu ropa de verano en bolsas dentro del armario. Te vas a llenar de cucarachas y polillas.
¿A qué viene todo esto? ¿Es natación o acusación? Espero su sonrisa para reírme con ella.
Es que eres desordenada hasta para nadar. Todo fuera de lugar. No sé a quién has salido.
Regálame más bolsas, entonces. Es increíble que solo pienses en guardar lo feo para que nadie lo vea. ¿Por qué no te cambias de horario?
No me tienes que tratar mal. Yo solo quiero ayudarte. No puedo ver cómo vives en ese cuchitril, en tu barrio lleno de borrachos. ¿Y las botellas que había en el piso de tu cocina?
Mamá, te juro que…
Voy a nadar.
No hay escapatoria. Mi madre es como un timbre malogrado. Incluso cuando ya se calló la sigo escuchando. Está en todas partes. Los timbres se pueden reparar.
Nado con furia. Las rayas negras del fondo de la piscina se difuminan. Fuera de ella se ven perfectas. Siempre he retado al agua. Mi abuela paterna murió ahogada. El mar varó su cuerpo una semana después. No la conocí. Papá me llevaba hasta donde rompían las olas. Me soltaba cuando la espuma llovía sobre nosotros. Y estaba la historia de cómo aprendí a sobrevivir en el agua. Tenía cuatro años. Me bañaba en la piscina de un hotel, en la parte honda. Tenía puesto un flotador-chaleco que comenzó a desinflarse. No veía a mis padres. Me moví hasta que conseguí avanzar. En el mar soy igual. Cuando a todos nos revuelca la ola, estoy tranquila bajo el agua viendo puntos de arena en remolino y a los peces transparentes; cuento los segundos en cada burbuja. Sé que saldré. Sé esperar la buena racha. Desearía que mamá supiese esperar.
Hace algún tiempo, íbamos juntas por la calle comentando cualquier cosa. Se despegó de mi lado, se adelantó unos pasos, volteó para mirarme.
Me dijo: Eres tan distinta a todo lo que yo esperaba.
Ella siguió caminando. Yo me quedé allí. Nado para que el dolor pase, como desaparece el tirón en los tobillos cuando la ola termina de recorrer el cuerpo.
Nadar en esta piscina con mamá es un placebo. No importa cuánto avancemos ni cuánto nos esforcemos, no llegaremos a ninguna parte.
Quiero decirle a mamá que no soy tan fuerte. Ella trabajaba mucho. Como mi papá, tenía dos empleos. Todo el día estaban de pésimo humor. Me trataban como adulta, pero no podía sentarme en la mesa de los grandes. ¿No quieres comer? ¿No quieres ir hoy al colegio? ¿No quieres hacer tu cama? ¿No quieres lavar tus calzones? Empezaban los golpes. Entonces corría para escapar.
Una vez coincidimos. Mamá me mandó un beso volado desde la puerta de mi habitación y las dos nos dijimos: “espero que duermas muy bien”. Nunca nos habíamos dicho eso antes. Nos sorprendimos y una sensación parecida al susto se instaló en nuestra despedida aquella noche.
Ya no vivo con mamá. Tampoco mi papá vive con ella. Los tres estamos solos y nos obligamos a la unidad en intersecciones como estas. Si nos preguntan, damos nuestras propias versiones sobre la soledad, versiones que por supuesto difieren. Si alguien nos dijera para volver a vivir bajo el mismo techo, creo que solo mamá aceptaría. Su soledad ha comenzado a excluirla. En cada reencuentro con papá lo sigue insultando. Él se ríe, se deja insultar, grita, cambia de tema. Todo igual. Confusión. Dependencia. Conflicto. ¿Podemos estar solos y seguir juntos? No toleran el silencio.
Odio las bolsas. No voy a embolsar nada. En el ropero de mamá está embolsado todo lo que me duele. Los juguetes nuevos que nunca me entregó para que no los malograse; los papeles del divorcio; las cartas de amor de dos pretendientes; sus fotos en blanco y negro. De esa forma ha querido ella ordenar su propio dolor. Ordenar: hacer desaparecer de la vista lo que nos estorba. Lo que nos afecta. Está también la foto que no había visto antes. Mamá se alisaba un vestido floreado. Pero era la sonrisa lo que la hacía especial, una sonrisa que nunca le he visto. Miraba a la cámara haciéndola cómplice de su secreto: necesitaba estar sola para sonreír. Cuando vi esa foto supe que mamá había sido joven y amada: feliz. Algo se perdió entre esa sonrisa y el resto de su vida, y yo. Nunca he logrado que sonría así. Me robé esa foto y la llevo en mi billetera. Cuando llego a odiar a mamá esa sonrisa antigua me reconforta.
La piscina es un gran silencio. Puedo ver cómo mamá ha dejado de moverse. No nada. Está donde hay piso. Sus ojos me miran inexpresivos. Sabe que en este silencio hay preguntas. ¿Por qué no sale del agua? ¿Acaso piensa que soy un tiburón? Pero no estoy dando vueltas alrededor de ella. Completo otro largo. Se ha rendido, solo su cabeza sobresale, como una boya. Si un salvavidas me viera, me daría un formulario de inscripción. A ella la sacaría del agua envolviéndola con la toalla, susurrándole palabras de aliento.
Nada, mamá. Haz algo por ti. ¡Nada! No lo va a hacer. Sin embargo, hace tiempo que yo también me he rendido. Ella no lo sabe. Nunca sabrá que solo aguanto más tiempo que ella bajo el agua. Y eso es todo lo que sé hacer.
nació en Lima en 1977 y es escritora, periodista y fotógrafa. Es autora de Algo se nos ha escapado y Un accidente llamado familia con Matalamanga. Colabora en revistas como Etiqueta negra, Inti, Dedomedio, Los Noveles, Artmotiv y Cosas. Tiene un blog,
Casa de estrafalario
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Más que al cielo amo al mar, a los ríos, a los lagos y a las piscinas poco pobladas. ¿Qué sería del Ser si no existiera el agua?
R. BARTHES (R por Rumesildo, no sé quién es el tal Roland).
Buen cuento el de Katia Adaui, pero me quedó con otros que tiene y donde explora la relación amor y odio que tiene con su madre. Además es bien maja,bonita.