Gloria

Lo envuelve con sus brazos morenos y musculosos, sujetándolo entre las rodillas y abrazándolo fuerte contra el pecho. Él se echa hacia atrás, hundiéndose en el pliegue de sus brazos, con los ojos clavados en la pantalla de TV de la sala de estar. Pero ella no presta atención a la TV. Sus ojos miran a través del enrejado negro de hierro del balcón, contemplan las luces lejanas de los barcos anclados en el mar, miran hacia donde brillan los edificios ampliamente iluminados, igual que altares dedicados a sus dioses chinos, y más allá, hacia el cielo oscuro, el mismo cielo oscuro que se arquea sobre la ciudad de Manila, el mismo cielo oscuro con la misma resplandeciente luna que brilla sobre la basura del río Pasig. Ajena a las miradas de la señora, sentada en su sillón en la sala de estar, le acaricia la espalda al niño. La familia está viendo la TV después de la cena, y ella se ha escabullido de la cocina y se les ha unido. Pero no se sienta con ellos. Aunque la señora no ha dicho nada, sabe que la considerarán una presuntuosa si se sienta con ellos en la sala de estar. De modo que se sienta en la silla de mimbre en el balcón, y el pequeño, Timmy, el más joven de los dos chicos y la chica que tiene a su cuidado, ha salido a sentarse con ella. Lo envuelve con sus brazos, rodeando su cálida barriguita e inhalando la fragancia a lavanda de los polvos de talco que le ha puesto después del baño. Cuando haya ahorrado el dinero suficiente, comprará una pequeña lata de esos mismos polvos de talco de Johnson & Johnson para llevársela a casa, a Migoy y a Amy, a sus dos pequeñas. Planta un beso en la cabeza del chico.

“¡Timmy! ¡Ven aquí!”

Sobresaltada, deja caer los brazos. El chico se va corriendo a donde está su madre.

“¿Qué haces en el balcón, cariño? Ahí afuera hay muchos mosquitos. Siéntate aquí con la mamá. ¡Gloria!”

“Sí, señora.”

“¿Ya has terminado de fregar los platos?”

“Sí, señora.”

“¿Y los trapos de la cocina? ¿Los has lavado y los has colgado para que se sequen?”

“Sí, señora.”

“Saca la tarta de chocolate de la nevera. Y esta vez, no te olvides de sacar platos y tenedores.”

“Sí, señora.”

Entra en la cocina, y regresa con la tarta, los platos y los tenedores en una bandeja. La pone encima de la mesa centro.

“¿Cómo voy a cortar la tarta sin un cuchillo? Y te has olvidado de las servilletas.”

“Sí, señora.”

Vuelve a entrar en la cocina, y regresa con el cuchillo para cortar la tarta y unas cuantas servilletas.

“No, no la cortes tú. Yo la cortaré. Aún te queda ropa por lavar esta noche, ¿no?”

“Sí, señora.”

“Bueno pues, ¿y a qué esperas? No te necesito aquí.”

Se retira a la cocina y se sienta en el piso del estrecho hueco donde se cuelga la colada y donde duerme ella por las noches. Se sienta junto a su maleta, la maleta de lona verde y marrón que Tita Flora le prestó cuando el pueblo supo que iba a venir a Singapur a trabajar. Se sienta junto a ella, sus brazos morenos y musculosos rodean sus hombros, y mecen su torso adelante y atrás, adelante y atrás, como si estuviese meciendo a su bebé. A su pequeña Migoy.

***

“Buenos días, ah, señora Ling.”

“Buenos días, Alice. Esta es mi nueva criada.”

“Oh, su nueva criada, ¿eh?” La recepcionista de la clínica la mira. “¿Qué pasó con la vieja que tenía?”

“Tuve que cambiarla,” dice la señora.

“Para cambiar de criada, le hacen pagar extra, ¿no?”

“Esta agencia de criadas es muy buena. A la patrona le dejan hacer dos cambios. Sin tener que pagar. Solamente se paga comisión de cambio a la tercera vez.”

La señora entrega un manojo de papeles oficiales en el mostrador.

“Glori-ah An-ton-nia Bern-na-dette San-tos,” la recepcionista lee su nombre en voz alta, con la cadencia y el sonsonete del chino, en esta ciudad limpia y verde, donde hasta los árboles parecen limpios, ordenados, muy distintos de los díscolos árboles que hay en casa. Pero la luz del sol es la misma, la misma. El sol que brilla en esta rica ciudad es el mismo sol que ilumina su barangay.

“¡Glor-ri-a!” la recepcionista se gira hacia ella.

“Sí, señora.”

Su voz es chillona, como la de esos ratoncitos blancos de la tienda de venta de mascotas. La clínica está llena de ojos vigilantes. Los ojos de esos extraños la escrutan, son ojos que dicen que ella es la extraña, no ellos. Baja la cabeza, avergonzada de pronto de su blusa raída y de sus pantalones negros desteñidos. La recepcionista continúa dirigiéndose a ella en voz muy alta, como si eso fuera a ayudarla a entender mejor.

“¡Tú, eh! Toma esta vasija y ve al lavabo. Has de orinar dentro de la vasija, ¿vale? Asegúrate de que entre bastante orina dentro, en vez de fuera; si no, no es posible hacer la prueba de embarazo. ¿Tienes que hacer pipí o no? Si no puedes hacer pipí ahora, bébete un poco de agua.”

La recepcionista se gira hacia la señora.

“Siempre hay que decirles que beban agua. Algunas de ellas no hacen pipí, y entran en el lavabo y se quedan ahí un buen rato. Y su patrona aquí afuera, a esperar y venga a esperar, y la criada todavía dentro del lavabo. Mucha gente me viene con quejas. Los demás pacientes, que quieren usar el lavabo. Por eso ahora se lo digo a todas las criadas. Lo primero, ve y bébete un vaso de agua.”

La señora sonríe y mueve la cabeza. “Lo sé. Una tiene que explicárselo todo pasito a pasito, hasta que aprenden a hacer las cosas como Dios manda.”

“¡Ea, pues! Glor-ri-a, ve a hacer un pipí.”

Con la cabeza gacha, cruza la sala hacia la puerta cerrada.

“¡Oye! ¡Esa puerta no! ¡La otra puerta! ¡Esa otra!” le grita la recepcionista en la abarrotada sala de espera.

Un hombre joven se levanta de su asiento y le señala otra puerta, al tiempo que le regala una sonrisa embarazosa. Ella asiente, entra y cierra la puerta con el pasador. La palabra “gracias” se le ha quedado atascada en la garganta, igual que una espina de pesjcado. Se inclina sobre la pila, abre el grifo y junta las manos para beber un poco de agua. Y solamente cuando se desabrocha los pantalones y se agacha encima de la vasija de plástico, deja caer las lágrimas.

Madre desde los dieciséis, tiene treinta y seis pero parece que tenga cincuenta y seis. Este es el examen médico que decide su destino. Se aseguran de que no esté embarazada antes de confirmar que le dan empleo. Lo que ellos no saben es que ella no quiere volver a quedarse embarazada. Había rechazado a Álex. Después de los cuatro primeros, ya no quería hacerlo más. Ya no quería más bebés. ¿Pero cómo podía seguir diciéndole que no a su Álex? Él la deseaba incluso cuando tenían ya diez bocas que alimentar. Y la mujer debía someterse al marido y no empujarle al pecado, había dicho en su sermón el Padre Paolo Biviendo. Vaya con los curas. Saben cuál es la voluntad de Dios. Se limpia, se abrocha los pantalones y se lava las manos en la pila. Está harta de los curas esos. Ahora todo depende de ella y de Suzie. Suzie cuidará de los demás. Tendrán que depender de su hermana mayor. Pasarán cinco largos años hasta que Álex salga de la cárcel. Mientras tanto, ella trabajará y conseguirá dinero. Mucho dinero. Le devolverá el dinero al agente; le devolverá el dinero al abogado; le devolverá el dinero a Tita Flora; les devolverá el dinero a Ma Lulú y a las demás. Abre con cuidado la puerta del lavabo, sujetando con mucho cuidado la vasija blanca de plástico que ha llenado hasta la mitad de orina amarillenta.

***

“Habla más alto, Gloria. No te oigo.”

“Sí, señora,” repite ella un poco más alto.

“La agencia me dice que sabes cocinar. ¿Es verdad?”

“Sí, señora.”

“Bien. Quiero que hagas comidas sencillas y nutritivas para los niños. Una con carne, una con verduras, una sopa y algún arroz. Yo no sé cocinar, así que tú te harás cargo del menú. Si no sabes algo, pregunta. ¿Ves esta pila de libros de cocina? Puedes consultarlos. Se los compré a la última criada. Sabes leer, ¿no?”

Un leve movimiento de cabeza. No es ni un “sí” ni un “no.” Está insegura de las consecuencias si admitiera que solamente fue al colegio hasta el cuarto curso.

“Soy muy particular con la limpieza. Cuando vuelvo de la oficina, no quiero ver manchas de aceite en la cocina ni caminar en un piso lleno de aceite. La cocina debe estar limpia, impecable. ¿Me comprendes?”

“Sí, señora.”

“Si se te termina el detergente, el limpiador o lo que sea, dímelo. No te calles como hacían las otras criadas. No me lo digas en el último instante, o cuando yo te pregunte o cuando me dé cuenta de que nos hemos quedado sin comida o lo que sea. Yo estoy ocupada, trabajo todos los días. Voy al supermercado una vez por semana, así que tienes que decírmelo por adelantado. Toma esto. Este cuaderno y este bolígrafo son para ti. Apunta todo lo que haga falta comprar para la semana. ¿Me comprendes?”

“Sí, señora.”

“¿Ves esta caja? He puesto cincuenta dólares dentro. Es para las pequeñas emergencias. Si te quedas sin condimentos, o si a los niños les hace falta comprar algo en el colegio, entonces toma el dinero que hay en la caja. Pídeles siempre recibo a los tenderos de abajo. Pon los recibos dentro. Yo miraré dentro de la caja una vez por semana y repondré el dinero. ¿Comprendes?”

“Sí, señora.”

La cabeza le da vueltas. Cincuenta dólares singapurenses. ¿Cuánto es eso en pesos? Son… son… son dos mil pesos. Está asombrada, pero tiene cuidado de no sonreír. Dos mil pesos para que compre cosas cada semana. Nunca ha tenido tanto dinero en su vida.

“A ver… ¿qué más tengo que decirte? Ah, sí. ¿Sabes cómo se usa una lavadora? He dejado las instrucciones clavadas aquí. Léetelas y sigue las instrucciones. Si no sabes cómo ponerla en marcha, pregúntale a John. Es el mayor. ¡John! ¡John!”

“¿Qué?” El chico se muestra hosco porque le hacen ir a la cocina.

“Enséñale a Gloria a poner en marcha la lavadora y los demás electrodomésticos, si no sabe cómo hacerlo.”

“Es muy fácil, ¡hombre! Que se lea las instrucciones.”

“¡Yo le enseñaré a Gloria, mami!”

“¡Timmy! ¿Tú le vas a enseñar a Gloria?” Sarah entra corriendo en la cocina, haciéndole un gesto de admonición al pequeño. “¡Ja, ja, ja! ¡Le enseñará todas las cosas equivocadas, mami!”

“¡Sí que sé! ¡Lo sé!”

“Callaos. Niños, salid. Venga, salid de la cocina. Quiero hablar con Gloria.”

“Sí, señora.”

“El agente ya te ha explicado las cosas, pero te las repasaré. Te pagamos trescientos dólares al mes. La agencia deducirá doscientos setenta cada mes durante diez meses, hasta que termines de devolverles lo que les debes. De modo que le daré a la agencia doscientos setenta dólares, y a ti el resto, treinta dólares, cada mes. ¿Comprendes? Tú te llevas treinta dólares cada mes. El resto va a parar a tu agente. Así que gasta solo lo que puedas permitirte. Estoy hasta la coronilla de que las criadas me pidan dinero prestado. No me pidas dinero. Las dos últimas criadas que tuve siempre me pedían prestado. Que si su padre estaba enfermo. Que si su hermano estaba en el hospital. Que se le había muerto la madre. Que una hermana se iba a casar. Que un hermano iba a estudiar en la universidad. Que su tío había perdido la cosecha en las inundaciones o por los tifones. He oído todo tipo de historias. He perdido seiscientos dólares por haber escuchado los cuentos de las últimas dos criadas. El señor ha dicho que no se presta ni un centavo. Ni nada de pagos por adelantado. ¿Comprendes?”

“Sí, señora.”

“¿Te han quedado claras las comidas y la cocina? ¿Y los horarios de los niños?”

“Sí, señora.”

“No me digas ‘sí, señora, sí señora’, cuando no comprendas. ¿Me comprendes?”

“Sí, señora.”

***

“¡Uuuugggg! ¡Esta carne tiene un sabor raro!”

La niña escupe la carne en el plato. Timmy hace lo mismo.

“¿No te gusta el cerdo, Sarah?”

“Este cerdo tiene un sabor raro. ¿Qué le has puesto?”

“Adobo. Es cerdo adobado.”

“¡Puaj! No me gusta. Quiero palitos de pescado.”

“¡Yo también! ¡Yo también!” Timmy da palmadas. Suena el timbre de la puerta. Ella corre a abrirle la puerta al chico mayor, que vuelve del colegio.

“¿Qué hay para almorzar, Gloria?”

“¡Carne en adobo, asqueroso!” se ríe la chica. “En vez de eso, vamos a comer palitos de pescado.”

“Sí, yo también quiero palitos de pescado, Gloria.”

Sin decir palabra, se va al congelador. “¿Cuántos quieres?”, pregunta.

“Diez,” dice el chico mayor.

“Yo también,” dice la chica.

“Yo también, yo también,” grita Timmy.

Pero en la caja hay solamente quince palitos de pescado. Ella calienta un poco de aceite en la sartén, y vacía la caja entera en su interior. Cuando los palitos de pescado están doraditos, le da al mayor siete palitos, y a los dos más jóvenes les da cuatro a cada uno.

“¡No es justo! ¡Le has dado más a John!”

“¡Porque soy el mayor!”

“¡No es cierto!”, le grita la chica.

“¡Sí lo soy!”

“¡No lo eres!”

“¡Soy el mayor!”

“¡Yo era la mayor antes de que vinieras a vivir con nosotros!”

“¿Tú te crees que quiero vivir aquí contigo? ¡Cara de lagarto!”

“¡Le diré a mi mami que me has llamado cara de lagarto!”

“¡Díselo! ¡Díselo! ¡Llorona! ¡Este es el piso de mi papá!”

“¡También es el piso de mi mamá!”

“¡Niños! ¡Niños!” Ella intenta calmarlos.

“¡Mami!” La chica está ya llamando a su madre por teléfono.

Ahora tiene que ponerse al teléfono.

“Sí, señora. No, señora. Sí, señora.” Los niños observan mientras a ella se le llenan los ojos de lágrimas. “Comprendo, señora.” Cuelga el teléfono y se va hacia la caja donde está el dinero.

Saca el billete de cincuenta dólares. Le gusta el tacto seco y limpio del billete blanco y azul. No es mustio, sucio y arrugado como el Limampung Piso rojo, el billete de cincuenta pesos que está acostumbrada a manejar. Cincuenta dólares. Puede comprar muchos sacos de arroz, muchos kilos de pescado, particularmente los chanos y las tilapias que sus hijos sueñan con comer, y muchos metros de tela para coserles unas camisas a Bet y Vern, puede que incluso una blusa y una falda para Mol y Suzie, y para comprarle unos zapatos a Ninoy y Beng. Ahhh, ¡cuántas cosas comprará con dos mil pesos!

“¡Gloria! ¿Dónde vas?”, pregunta la chica.

“A la tienda. Tu mamá dice que compre más palitos de pescado.”

“Yo también quiero ir,” dice Timmy, con insistencia.

Con los dos niños abriendo camino, no tiene problema alguno en tomar el ascensor desde el piso 21 a la planta baja. No les dice que la velocidad la marea. Pero se lo contará a sus hijos cuando envíe una carta a casa. Timmy y Sarah van por delante al cruzar el aparcamiento vacío que, cuando caiga la noche, se llenará de coches relucientes, resplandecientes, aparcados ordenadamente por filas. Todo está limpio, arreglado y ordenado en el condominio de la señora. Aquí nadie habla de subdivisión. No es como en Manila. Se lo dirá a sus hijos por carta. Pasan por delante de las hileras de palmeras, de la piscina y las pistas de tenis. Lo que Sarah llama “la tienda del barrio” es en realidad un pequeño supermercado con aire acondicionado, como los que hay en casa, donde los ricos van a comprar en Ciudad Quezón, y donde ella ha ido con Tita Flora para entregar ropa limpia. Tita trabaja en un barrio rico, para una familia rica. La señora le ha reñido porque no se ha gastado los cincuenta dólares.

¿Se puede saber qué te pasa, Gloria? Tú sabes que solamente hay un paquete de palitos de pescado. Sabes que no es suficiente. ¿Por qué no bajaste a comprar otro? ¿Para qué hay dinero en la caja? No quiero que mis hijos se peleen porque no hay bastante comida. ¡Por el amor de Dios! Piensa. ¡Ve a la tienda y compra otro paquete de palitos de pescado! ¿Acaso es tan difícil? Estoy en mitad de una reunión. No quiero que los niños me llamen por estas bobadas. ¿Me comprendes?

Camina entre estanterías repletas de refrescos embotellados, de latas de cerveza, de botellas de salsa de soja, salsa de pescado, salsa de tomate, especias, condimentos, y paquetes de cereales que nunca ha visto ni probado; y leche en polvo empaquetada en latas, leche pasteurizada, en tetrabrik y botellas, tarros de mermeladas y confituras, latas de carne, de pollo y de pescado que abarrotan las estanterías. Las latas de Spam y las de sardinas en salsa de tomate le hacen la boca agua, aunque todavía está llena del almuerzo de arroz y cerdo en adobo que se ha comido. Ahhh, se siente bendecida. Camina por este país de las maravillas, consciente de conocer el poder del dinero. Tiene cincuenta dólares. Pero el tendero no la entiende cuando ella habla. El tendero se comporta como si ella no estuviera hablando su mismo idioma.

“¿Qué, eh? ¿Nueva, eh?”

“Tío, es nuestra nueva criada. Se llama Gloria,” explica Sarah, la pequeña metomentodo.

El tendero la mira. “Ah, Gloli-ah. ¿Qué quieles complal, eh?”

Ella abre una de las puertas acristaladas de los refrigeradores, y saca un paquete grande de Palitos de Pescado Bird’s Eye. Luego, por añadidura, y para demostrar que es ella la que está al mando, se dirige al otro lado de la tienda, y elige dos trapos de cocina rosados, una fregona y un cubo de plástico rojo. Cuando los niños le piden un helado, les deja elegir lo que quieren. En dos años, puede que sean tres, a partir de este día si la señora le prorroga el contrato, les dejará a Migoy y a Amy elegir lo que quieran en el supermercado en Fairview. Un día. Algún día. Le entrega los cincuenta dólares al tendero chino.

Esa noche la señora le dice que no vuelva a preparar cerdo en adobo.

“A los niños no les gusta. Cómetelo tú mañana a la hora del almuerzo.”

“Sí, señora.”

Su prole habría devorado el adobo. Cuando había suficientes pesos, compraba los cortes de cerdo más grasosos que nadie quería en el puesto del carnicero Jong Boy, en la esquina de la estrecha callejuela entre las tiendas de reparación de triciclos y ciclomotores y la multitienda de Nana Ahchut. Nana Ahchut se había negado a venderle a crédito, ni siquiera las hogazas de pan duro ni los panecillos diminutos para el desayuno de los niños. Si hago eso, Gloria, tendré que cerrar la tienda. ¡Toco madera! Tengo muchas bocas que alimentar, ¡como tú! Nana Ahchut gritaba a través de la rejilla de hierro, su rostro carnoso enmarcado por la ventanilla a través de la cual se realizaban todas las transacciones de la tienda. No le permitía a nadie entrar en aquel diminuto comercio. Demasiadas veces le habían robado. Nana Ahchut la fulminó con la mirada, como si lo que hizo Álex fuese del todo culpa suya. Los niños se acostumbraron a no desayunar. Conseguían que un poco de arroz y de salazón de pescado les durara hasta la hora de la cena, cuando ella volvía de la lavandería, donde esperaba con otras mujeres a hacer la colada. Si tenía suerte, le tocaban más kilos de ropa a lavar, y se ganaba más pesos. Pero no era suficiente. Nunca suficiente para dar de comer a diez. Los niños siempre tenían hambre y estaban escuálidos, como los pollos en el patio de Tita Flora, que rascaban el suelo en busca de sobras.

Limpia los platos tirando al cubo los trozos de carne a medio comer, el arroz y las verduras que los tres niños y sus padres se han dejado.

“Nosotros no comemos las sobras. Tíralas, a no ser que quieras comértelas mañana en el almuerzo,” le dijo la señora.

¿Y por qué tendría ella que comer las sobras en esta isla donde hay de todo? Por una vez en su vida, no comerá las sobras. Incluso se comerá un huevo para desayunar.

***

Suena su nuevo radio-reloj despertador. Se baja de la cama y empieza a vestirse. A las seis y media, justo cuando el cielo clarea, la señora sale de su dormitorio. Salen del apartamento juntas y bajan en el ascensor, ella con la cesta en las manos y la señora con la billetera y las llaves del coche. Es sábado, el día que los niños tienen clases particulares en vez de colegio. Es también el día que ella va al mercado con la señora. Siempre le gusta hacer esta salida semanal, pero a la señora no le gusta el mercado porque el suelo está mojado, y preferiría hacer la compra en el supermercado, pero al señor no le gusta la carne de los supermercados.

Se sienta en el asiento del copiloto, con la cesta apoyada en las rodillas. La señora arranca el coche; rara vez hablan mientras conducen. Cuando llegan al mercado, la señora aparca el coche y se adelanta a grandes zancadas, con su camiseta, sus pantalones vaqueros cortos y las zapatillas de tacones altos. Ella la sigue con su trozo de papel y la cesta de plástico azul. Su rutina no ha cambiado en este año pasado. Pero hoy tiene intención de variar un poco las cosas.

“Dos pollos.” Señala dos pollos grandes recién sacrificados. El pollero ya está acostumbrado a ella. Luego señala una bolsa de huesos de pollo y la agrega al pedido habitual. “para hacer sopa de pollo, señora,” dice. “A Timmy le gusta la sopa de pollo.”

“Bueno. ¿Es suficiente?”

“Suficiente, señora.” No permite que en su voz se manifieste la satisfacción.

Se desplazan al puesto del carnicero malayo para comprar carne de vaca, y de allí caminan hasta el otro extremo del mercado para comprar carne de cerdo del carnicero chino. Ya se ha acostumbrado a esta curiosa disposición de la venta de carne en los mercados de Singapur. Únicamente los chinos venden cerdo, y únicamente los malayos venden vacuno. En casa, en el puesto de Jong Boy, todo era más fácil. Nadie protesta si una pierna de cordero o de ternera cuelga al lado de la cabeza de un cerdo. Cuando se lo mencionó esto a las otras criadas en la iglesia a la que va los domingos, se rieron. El año pasado, cuando era todavía una novata recién llegada, le habían dicho que en Singapur todos los chinos eran budistas, y que todos los indios eran hindúes, y no comen carne de ternera.

Pues claro que comemos ternera, Gloria. Haznos unos bistecs, si es que sabes cómo hacerlos. Siempre y cuando a los niños les guste lo que cocines, y si el señor no se queja, por mí no hay problema. Lo que no quiero es llegar a casa y tener que oír un tropel de quejas de los niños. ¿Comprendes?

A la señora, hoy en día, no le importa cuánta comida compra y cuánta cocina.

“De lomo, un kilo y medio,” dice señalando el corte que tiene un poco más de grasa. “Y un kilo de magro. Y huesos, ponme cuatro dólares.”

En el puesto del pescado, agrega a la compra dos kilos de pescado y medio kilo de gambas, y se dice a sí misma, ya basta; que no se te vaya la mano. La señora podría hacer preguntas, aunque la mente de la señora está siempre ocupada en el banco, y trabaja hasta muy tarde, como el señor. Los dos ganan mucho, una buena tajada. No les importará pagar un poco más. Ni siquiera lo echarán de menos. Lo sabe porque la señora y el señor hablan en la mesa a la hora de la cena. Las Navidades pasadas, el banco de la señora le dio una bonificación extra, el salario de seis meses. La familia se compró un coche nuevo, y fueron a América de vacaciones. Durante las dos semanas que estuvieron fuera, ella trabajó para la madre de la señora, y la anciana señora le dio cincuenta dólares el día de Navidad. Cuando la señora regresó, le dio también cincuenta dólares por el día de Navidad. Era la primera vez que recibía tanto dinero. El dinero está ahora en el banco. No puede tocarlo. La señora le había obligado a depositar el dinero en el banco de la Caja Postal del vecindario.

No seas tonta, Gloria. Las criadas siempre enviáis el dinero a casa. No deberías. ¿Cómo sabes tú que tu familia no está despilfarrando el dinero que a ti te cuesta tanto ganar? Ahórralo, por ti misma. Pon el dinero en un banco, aquí en Singapur. Que te dé intereses. Usaré mi nombre para abrir una cuenta conjunta contigo. No te preocupes. No voy a salir corriendo con tu dinero. Y la libreta te la guardas tú. Cuando se termine tu contrato, puedes retirar todo el dinero y te vas a casa con una buena paga. ¿Comprendes?

“¡Gloria! ¿En qué estás pensando? ¿Hemos terminado?”

“Perdón, señora. He olvidado comprar el tofú dulce.”

“Sigues diciendo ‘tofú’. No sé qué va a pensar la gente cuando te oigan. Tienes que decirlo bien, tofu.”

“Perdón, señora. Timmy quiere.”

“Toma, diez dólares. Date prisa. En el mercado hay cada vez más gente. Estoy cansada.”

La señora le dejará comprar lo que sea, si es para los niños. La señora camina por delante, con su billetera y las llaves del coche en las manos. Ella la sigue, con la cesta azul cargada de comida y dos bolsas grandes de plástico rosa, llenas de carne y verduras suficientes como para dar de comer a ocho adultos durante una semana. Y la señora no le ha preguntado nada. ¿Es una señal? ¿Está Dios siendo justo por fin? Quizás Dios sabe de sus problemas y le está dando esta oportunidad. No puede ser exigente. Si se le da la oportunidad, ¿no sería de idiotas no aprovecharla? Suzie se ha marchado.

Sé que esto te va a partir el corazón, Gloria. Suzie se ha marchado de casa. No se lo dijo a nadie. Ni a mí, ni a sus hermanos, ni a sus hermanas. No se lo dijo a nadie. Ay, Gloria, los dejó a todos a oscuras. Me dio tal impresión cuando Migoy vino corriendo a decirme que su hermana se había ido.

Esto le escribió Tita Flora.

Recuerda cómo sujetó la carta mientras los ojos se le llenaban de lágrimas y asimilaba la noticia. Doblada sobre el fregadero, se había cubierto el pecho con los brazos. Otra vez, su corazón estaba roto.

¿Cuánto tiempo podía durar un corazón? Se lo habían partido demasiadas veces. El primero fue Álex, luego fue Ninoy y el borracho, Tatay, el padre que deseaba no haber tenido nunca. Se sintió mal todo el día. La señora, pensando que había contraído la gripe, se la había llevado a la clínica, donde la enfermera le había hecho un análisis de sangre y de orina. Solo para estar seguras, le dijo la señora a la enfermera en chino. Solo para estar seguras, asintió en silencio la enfermera. ¿Pensaban que era estúpida, y que estaba enferma? ¿Que les iba a contagiar su corazón roto? ¿Que era demasiado estúpida para entender su clave en chinito? ¿Pensaba la señora que ella había pillado algo y que se lo iba a pasar a los niños? Solo para estar seguras. Siempre es solo para estar seguras. La señora que lo tiene todo quiere estar segura de todo. Y ella, que no tiene nada, nunca está segura de nada. Ni siquiera puede estar segura de la niña que salió de su vientre. Suzie se ha ido. Su propia sangre la ha abandonado.

Ni una carta, ni una llamada de teléfono. Ni siquiera una nota. ¿Se marchó también Gabriel José del pueblo? ¿Se marchó con él? ¿Lo has comprobado con la familia de Gabriel? ¿Se lo has preguntado? Había llorado y gritado en el teléfono público de la oficina de correos, hasta que la tarjeta se quedó sin dinero. ¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Quién podía decírselo? ¿Se hubiera marchado Suzie si ella estuviera allí? ¿Si su Papá estuviera allí? Álex. Álex. Fue idiota por pensar que podía salir del almacén sin que los guardias lo supieran. Un idiota por conseguir que lo arrestasen. Un idiota al que ningún abogado iba a defender, ¡porque no tenían dinero! ¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! Suzie. ¡Su niña! Su bebé. La primera de la familia en completar la secundaria. Su gran orgullo.

Tuvo que hacerse la pregunta: ¿Qué haces cuando tu única esperanza huye porque tiene miedo de la carga que le has puesto sobre sus endebles hombros? Huye porque no quiere terminar como tú y sus tías, durmiendo, comiendo y cagando en las casuchas miserables debajo de los puentes de Pasig y de Ciudad Quezón. Palacios de cartón que se llevan los tifones y las inundaciones. ¿Puedes culpar a Suzie por largarse? ¿Puedes culpar a tu hija si no quiere ser como tú? ¿Qué haces? ¿Dónde puedes encontrarla? ¡Ay Dios! ¿Dónde puedo encontrarla? ¿Es por esto que Tú me has dado esta oportunidad? ¿Esta habilidad? ¿Estos hombres?

Envuelve con cuidado los trozos de pescado frito y las salchichas de cerdo en láminas de papel de aluminio, y los pone en la parte de detrás del congelador, detrás de los envases de Tupperware llenas de carne, gambas y pescado congelado. Nadie se molestará en mirar en el interior del congelador. El domingo, su día libre, tomará el autobús hasta Lucky Plaza en Orchard Road, y les entregará el paquete a Ramos y Roddy, y ellos a cambio le darán dinero.

***

Sarah entra corriendo en la cocina, agitando un sobre en sus manos.

“¡Glori-ah! ¡Hay carta para ti! De Japón. ¿Me darás los sellos?”

“Luego, luego. Anda, vete a jugar.”

La chica sale corriendo. Con manos temblorosas, desgarra el sobre. Se sienta en el suelo del hueco de la cocina, junto a la maleta de Tita Flora, y se queda mirando fijamente las dos fotografías. Se lleva la carta a la nariz e inhala su dulce fragancia. La carta está escrita en un papel rosado perfumado, con un borde de florecillas en un azul pálido. Mi querida Mamá. Los ojos empiezan a llenársele de lágrimas. Nueve meses y once días después de haber huido, Suzie escribe, Mi querida Mamá, ¿cómo estás? Yo estoy bien. Estoy trabajando en un hotel en Tokio… Mi querida Mamá. Mi querida Mamá.

“¡Gloria! Sarah dice que has tenido carta de Japón. ¿Tienes a alguien trabajando allí?”, le pregunta la señora después de la cena.

“Sí, señora. Mi hija mayor.”

“Oh. ¿También está trabajando de criada?”

“No, señora. Está de secretaria, en un gran hotel de Tokio.”

Saca las fotografías como prueba orgullosa del nuevo estatus de su hija.

“Mi hija se graduó de la escuela secundaria.”

“Oh. Es muy bonita. ¿Y dices que está de secretaria, en un hotel?”

“Sí, señora.”

“¿Y se viste de esa manera?”

Algo en la pregunta de la señora le ha emponzoñado los ojos. Le ha cercenado la mirada. Mira fijamente las fotos. Ya no puede ver a su hija. En su lugar, ve a una adolescente en un negligé rojo satinado recostada en una gran cama. Su rostro muestra una resplandeciente sonrisa rojiza. La otra foto la muestra en una minifalda negra y botas negras de cuero de altos tacones en el exterior de un edificio de espléndido aspecto con luces muy brillantes y unos cuantos hombres japoneses en un segundo plano.

“Es su dormitorio, señora,” insiste, apenas capaz de controlar el temblor que le ha tomado la voz, mientras clava bruscamente las fotos de nuevo en el sobre. No. No piensa darle los sellos a Sarah.

***

Un año, once meses y veintinueve días después.

“Mami, ¿dónde está Gloria?”, pregunta Sarah mientras se chupa los dedos hasta dejarlos limpios.

Linda ha pedido por teléfono dos pizzas grandes, tres raciones de pan de ajo y ensalada para los niños.

“Gloria se ha ido de compras, tontorrona,” John se agarra el trozo más grande de pizza. “Mañana se va a su casa.”

“Echaré de menos a Gloria, mami.”

“No seas bobo, Timmy. ¿Echarla de menos? ¿Para qué? Tendremos otra criada pronto.” Se para, y luego, “¿A que sí, mamá?” John se gira hacia ella.

“Sí.” Linda le dedica una sonrisa radiante. Es tan raro que la llame «mamá», que está dispuesta a disculpar el comentario que ha hecho sobre no echar de menos a la criada. Pero no está bien. Tendrá que corregirlo más tarde.

“Está bien, Timmy. Podrás echar de menos a Gloria, un poquito.”

“La echaré mucho de menos, mami.”

“¡Pues entonces es que eres imbécil!”

“¡Mami!”

“Está bien, Timmy. John solamente se está burlando de ti.”

“Pero es de idiotas echar de menos a una criada. Siempre se marchan. ¡Yo no echo de menos a ninguna de ellas!”

“John, ya está bien,” dice George.

El chico se llena la boca con pan de ajo e ignora a su padre y al resto de la familia.

“John, está bien si no quieres echar a nadie de menos. Toma, cómete otro trozo de pizza.”

Le acerca la caja de la pizza. El chico no se mueve. Ella se levanta y le pasa un trozo de pizza en un plato.

“Gracias,” una pausa, y luego, “Mamá.”

Sarah deja escapar una risita. George sonríe. ¡Ajj! Como suele hacer, se preocupa demasiado. John ha sido un chico amargado desde que su madre lo abandonó. Y corren todo tipo de historias sobre madrastras malvadas. George dijo que no debía forzar el paso; mejor dejar que las cosas ocurrieran de forma natural. Pero a ella le gusta hacer avanzar las cosas un poco. Mira el reloj.

“Papá, ya son las nueve. Gloria no ha vuelto todavía.”

“No te preocupes. Es su última noche en Singapur. A lo mejor quiere irse de parranda. ¿No has ido con ella a cerrar la cuenta conjunta del banco, y ha retirado todo el dinero?”

“Sí. Esa mujer ha ahorrado bastante. Novecientos noventa y pico. Multiplica eso por treinta pesos. ¿Cuánto es?”

“Eh, eres tú la que trabaja en un banco,” dice George entre risas, y enciende la TV para ver las noticias.

“Treinta un mil seiscientos cuarenta y cinco pesos,” les informa John.

“No es mucho, para dos años de trabajo,” dice George dándose la vuelta.

“No es gran cosa aquí, pero en Filipinas es mucho. Suerte tuvo que le pedí que abriera la cuenta. Enviaba bastante dinero a casa. Tantos niños. Diez. Ha llenado dos maletas enormes. Dijo no sé qué de abrir una tienda. Eso que ellos llaman sari-sari.”

“¿Le has revisado las maletas?”

“¿Qué? ¿Crees que habrá escondido algunas cosas nuestras para llevárselas y venderlas allí? Le he dado todas las ropas viejas de los niños, y también unas cuantas tuyas y mías. Pero le revisaré las maletas mañana antes de irnos al aeropuerto. Si las miro esta noche, todavía le da tiempo de guardarse cosas mientras dormimos. Cuando una criada quiere robar, encuentra el modo de hacerlo. ¿Qué se puede hacer? Vive con nosotros, pero no estamos en casa todo el tiempo. Eh. ¡Vosotros tres! ¡A la cama! Estas son cosas de mayores. ¡A la cama! ¡Limpiaos los dientes! Si no está de vuelta a las once, voy a cerrar la puerta con llave, y me voy a ir a dormir.”

“¿A qué hora ha salido de casa?”

“Después del almuerzo. Le he dado el día libre. Me ha dicho que quería comprarles regalos a su familia.”

“Si a medianoche no ha vuelto, llamaremos a la policía y denunciaremos su desaparición.”

“¿Tú crees que no quiere volver a Filipinas?”

“¿Cómo voy a saber yo lo que ella quiere? Lo único que quiero es no perder el depósito que pusimos con el Ministerio de la Fuerza Laboral, en el caso de que desaparezca.”

“Espero que no haya tenido un accidente o algo parecido. La próxima criada que tengamos tendrá que ser más joven, y soltera.”

“¡Ajá! ¿No tienes miedo de que seduzca al señor?”

“George, tómatelo en serio. No bromees con esas cosas, ¿vale?”

“Oye, lee los periódicos. La prensa siempre se pone en contra nuestra. Siempre destacan que es el hombre el que seduce. ¿Y la mujer, eh? Una joven criada.”

“Vale, basta. Ya irás tú a pelearte con la prensa. Me agenciaré una gorda y fea para nosotros. Pero que sea joven y soltera. Otra madre, no.”

“Fuiste tú quien insistió en que fuera una mujer mayor, y con hijos.”

“Lo sé, lo sé. Me equivoqué. ¿Has visto a Gloria con Timmy, antes de que pusiera fin a todo ese besuqueo y tanto abrazo? Le gusta abrazar a mi pequeñín.”

“A nuestro hijo le gusta Gloria.”

“No es sano. ¡Tanto abrazarle y toquetearle! Por eso le impedí que le diera el baño a Timmy.”

“¡Aaaahhh! Un caso de celos maternales.”

“Cállate, George. No me gusta que las criadas abracen y besen a mis niños. Eso ya sé hacerlo yo misma. Se lo dije mucho antes. Cosas de nuestra gente, los chinos. No nos gusta que los extraños besen y abracen a nuestros hijos. Y ella me dijo que eso los filipinos lo hacen a todas horas. Y le dije que me daba igual lo que ella o los demás filipinos hicieran en su tierra. Pero que en la mía, yo imponía las reglas. Y no quiero que la criada abrace a mis hijos.”

“Vaya. ¡Mujeres y madres!”

“¡Eres un sexista!” Ella le tira un cojín. George se agacha. Aprieta el control remoto y enciende la TV. Ella la apaga.

“Quiero que hablemos. ¿Has oído cómo John me ha llamado mamá, hace un momento?”

Con un cansado “Sí, ya te dije que cambiaría de opinión si le dabas tiempo”, él le responde.

“Sí, ahora querrás que sea tu logro. ¿Tú te crees que es fácil ser la madrastra de tu hijo? Noté un cambio en cuanto le dije a Gloria que dejara de darles abrazos a los dos pequeños. Quiero decir, míralo desde el punto de vista de John. Él es el mayor. Ya se veía a sí mismo como el intruso. Los otros dos son míos, y va la criada y, ¿qué hace? No para de darle abrazos a Timmy, y a Sarah, cuando Sarah se deja. Sé que echa de menos a sus propios hijos. La he oído hablarle de sus diez hijos a Timmy.”

“Bueno, ¿y qué? ¿A qué viene eso?”

“Viene a que John se sintió mejor cuando le dije a Gloria que parara de abrazar a Timmy y Sarah. John tiene once años. Ya es demasiado mayor para que Gloria le dé un abrazo. Pero todavía es un niño, y se siente en desventaja. Ver cómo la criada abraza a los otros dos pero no a él le hace sentirse todavía peor por el hecho de ser mi hijastro. ¿No lo ves? Pues eso, nada de abrazos, solo los míos. Yo soy la mamá, la que los abraza a los tres. Abrazo a John tanto si él quiere como si no. Solo para demostrar que lo trato como si fuera hijo mío. Y tú crees que soy yo la que parece que tenga celos…”

“Anda, ven aquí.”

El marido la envuelve con sus brazos y le planta un húmedo beso en los labios. Suena el teléfono. George levanta el auricular.

“Sí. Sí. Así es. Espere un segundo, por favor. Voy a ver qué dice mi mujer. ¿Se llama Gloria Antonia Bernadette Santos?”

“Sí. ¿Qué ha pasado?”

“¡Shhh! Sí, es nuestra criada. Bueno, bueno. Estaremos allí en media hora.”

***

Son casi las dos de la mañana cuando están de vuelta en casa. Han estado callados durante todo el viaje de regreso en el coche desde la Comisaría de Tanglin. Linda no sabe qué hacer con sus manos. George le había dicho expresamente que no dijera ni preguntara nada hasta llegar a casa. No quería ninguna escena. Él se ha encargado de todo en la comisaría. Pero en cuanto cierra la puerta de casa, se sienta junto a ella, y se enfrentan al rostro bovino de su criada.

“Siéntate, Gloria. Toma esa silla, la de enfrente. Y ahora, saca tu bolso. Enséñanos cuánto llevas ahí,” empieza ella.

La mujer vacía el contenido de su monedero encima de la mesa del comedor.

“Cuenta el dinero.”

Esperan a que haya terminado.

“¿Cuánto tienes? Venga, dínoslo. ¿Cuánto dinero tienes en el monedero? Acabas de contarlo. ¿Cuánto?”

Hay un brillo sudoroso y oleoso en ese rostro hosco y cetrino; se apartan sus ojos oscuros; no quieren encontrar su mirada.

“No voy a dejarlo estar hasta que nos lo digas, Gloria.”

La mujer la mira, estupefacta.

“Lo digo en serio, Gloria.”

“Trescientos veintiocho dólares con setenta y cinco centavos, señora.”

“Tienes trescientos veintiocho dólares en el monedero, Gloria. ¡Más de trescientos dólares singapurenses! ¿Por qué demonios tenías que robar? ¿Por qué has hecho una cosa tan estúpida, justo el día antes de marcharte? Presentarán los cargos mañana. ¿Lo sabes? Mañana, ¡te meterán en la cárcel y perderás el vuelo! El señor perderá el depósito que puso en el Ministerio de la Fuerza Laboral, ¡y no sé qué más te va a pasar! ¡Eres una idiota!”

Siente la presión de la mano de George que trata de contenerla, mientras clava su mirada en los ojos sin lágrimas de la estúpida mujer, hasta que la vergüenza hace que la mujer baje su mirada.

“Guárdate el dinero en el monedero, Gloria,” le dice George. “¿Dónde estabas cuando te pillaron?”

Un largo silencio. Y luego dice, “En el Centro Comercial Scotts, señor.”

“La policía nos ha dicho que los guardias de seguridad hicieron un registro de tus bolsas y de ti misma. Que encontraron dos sostenes sin pagar, dos paquetes de pilas pequeñas, una radio transistor y tres camisas de caballero. Todo sin pagar.”

“Iba a pagarlo todo, señor.”

“¡No nos mientas, Gloria!” le chilla ella. ¡Qué bien, qué gusto da gritarle a esta estúpida! Ha estado reprimiendo la cólera desde que salieron de Tanglin y todo el trayecto por la autovía de la Costa Oriental hasta que han llegado a casa. “¡Los guardias te pararon en la salida! Si ibas a pagarlo, ¡deberías haber ido a la caja! ¿Qué hacías en la salida con todo eso todavía por pagar? ¿Eh? ¡Dime!”

Vuelve a sentir la mano de George, que trata de contenerla.

“La policía se ha incautado de tu pasaporte. Mañana tenemos que llevarte al juzgado de distrito, y presentarán los cargos,” le dice George a la descarada mentirosa. “Sabes que en Singapur, a los ladrones los meten en la cárcel. Según cómo vea el juez tu caso, Gloria, puede que te metan en la cárcel durante una o dos semanas. ¿Comprendes? Nosotros no pensamos pagar tu fianza. Perderás el vuelo de vuelta a casa mañana. Ya te hemos pagado este vuelo. Si quieres volver a casa después de cumplir la condena, tendrás que pagarte tú misma el billete. ¿Comprendes?”

La mujer asiente; sus ojos parecen tan mudos como los de una vaca que espera el cuchillo del matarife.

by Suchen Christine Lim

es autora de cuatro novelas: Fistful of Colours, que ganó el Premio inaugural de Literatura de Singapur en 1992, A Bit of Earth (2004), Ricebowl y Gift from the Gods. Su libro más reciente es una colección de cuentos, The Lies that Build a Marriage. Gloria se publicó por primera vez en 2007 en la revista Asiatic.

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