Coetzee en las tierras perdidas

Fecha: martes 13 de septiembre. Lugar: auditorio de la facultad de arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Hora: 18:00. Situación: lo más granado de la literatura chilena, escritores, críticos, editores, periodistas y lectores en general repletan la sala. Miran de un lado a otro, a la expectativa. Los minutos pasan, la sala bulle en efervescencia. De pronto, desde una puerta lateral, casi sin querer, aparece John Maxwell Coetzee, escritor sudafricano. Sobreviene un silencio brusco, una pausa extraña. A continuación alguien exclama: “¡ahí está!”, y el auditorio aplaude con tal estrépito, insistencia y furor que el escritor, sorprendido, asustado casi, da un paso atrás y baja los ojos.

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Puede que Chile esté demasiado atado al sino de ser un país ubicado en el último confín de la Tierra. Estamos demasiado aislados, demasiado solos y cada vez que viene un visitante desde lejos, algo en nosotros se desboca, se fanatiza acaso. Recuerdo la declaración de una persona a quien le consultaron qué sintió al ver pasar a Stephen Hawking una vez que el científico inglés visitó La Moneda. “Es la experiencia más grande de toda mi vida”, dijo el ciudadano, el brillo aún en los ojos. Dudo que esa persona haya sido un experto en física cuántica o que valorara en especial los trabajos del teórico de Oxford. Más bien, sospecho, sólo sabía (o imaginaba) que Hawking venía desde muy lejos y era alguien importante. Eso bastaba. En ese sentido, exclusivo casi, los chilenos podrían ser considerados hombres sencillos que para ser felices necesitaban de poco, o muy poco.

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En su presentación, J.M. Coetzee lee dos breves historias: «Una casa en España» y una pieza llamada «La Granja». Su inglés es lento, su fraseo es suave. Apenas hay énfasis en su voz, aunque dulzura por montones en historias aparentemente calmas pero llenas de ribetes oscuros. La mitad del auditorio usa equipos de traducción para seguir las palabras de Coetzee. Los que lo oyen directamente suelen captar ciertas ironías que a la traductora se le escapan, de modo que sólo los que saben inglés pueden esbozar una sonrisa o hasta reír con las observaciones de Coetzee, mientras que aquellos que no manejan el inglés permanecen ajenos, aparte, en silencio, como niños perdidos en medio de una reunión de adultos.

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Hubo una minúscula polémica al respecto de la visita de J.M. Coetzee a Chile. Autores que no podríamos calificar sino de puristas in extremis dijeron que era del todo innecesario ir a ver a Coetzee pues todo lo que uno puede obtener de él se logra leyendo sus libros, y todo lo que se podría obtener en la conferencia no sería más que parafernalia, glamour, groupismo, idolatría y un largo etcétera de imponderables ajenos a lo que es “la Literatura en sí misma”. Supongo que a dichos autores no se les pasa ni de lejos que la ocasión podría servir también para agradecer a Coetzee por su trabajo. De seguro, piensan que ya habiendo pagado por el libro, el autor debería estar ya ampliamente satisfecho.

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Cada vez que Coetzee acaba una historia los aplausos sobrevienen con fuerza y estrépito, son olas de mar embistiendo un viejo roquerío. Aplausos largos, pesados, incansables. Si alguien se pusiera de pie, todo el resto los seguiría al instante. Por suerte nadie lo hace, nadie lleva hasta el final la ovación ni prueba los límites del maestro, quien demasiado apartado de los seres, tiene ahora serias dificultades para recibir el cariño desmesurado que aquellos extraños le proporcionan a raudales.

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Cuando la conferencia termina, el presentador anuncia que, contra toda costumbre del autor, se firmarán libros. Los presentes, grandes y pequeños como dice la Biblia, se agolpan en una fila desordenada e interminable. Coetzee sonríe con timidez, se mueve con lentitud, apenas habla o cuando lo hace, susurra apenas. Parece que en vez de estar ahí, en el mismo salón, estuviera muy lejos, comunicándose con nosotros por medio de gestos distantes, mudos. Como si no fuese capaz de hacer gestos más pronunciados y todo fuera levedad para él, distancia trasformada en blandura, voces convertidas en susurros, ojos esquivos pero brillantes. Estoy pero no estoy, podría decirse de un modo coloquial, o acaso, he ido a lugares tan lejanos que parte de mí nunca supo muy bien cómo regresar.

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Es necesario instaurar (o aprender) un protocolo para las ocasiones extraordinarias. Porque si bien los presentes tienen conciencia que esta ocasión, a saber, una reunión con J.M. Coetzee, nunca más se repetirá, a la vez parecen no saber cómo manejarlo. Abundan las sonrisas nerviosas, las muecas tirantes. Una vez que cada presente obtiene su libro firmado, se apresta a escapar a toda prisa, como si hubiese obtenido un tesoro maravilloso y temiese que cualquier otro pudiese arrebatárselo. El auditorio rápidamente se vacía y casi por pura inercia, J.M. Coetzee se va quedando solo en la inmensa sala.

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Cuando ya no queda casi nadie y Coetzee mira para todos lados como buscando la salida, me acerco y lo saludo. Le pregunto si puedo tomarme una fotografía y el maestro asiente. A su lado tengo por un instante la sensación de estar posando junto a una estatua, ante la representación de un hombre inmenso que hace mucho ha desaparecido. Pero son sólo imaginaciones mías. Coetzee está aquí, ya casi listo para irse y es uno quien, pese a haber estado casi dos horas en la misma sala, aún no logra asimilar el terrible acto de su presencia.

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Nos despedimos y junto a mis amigos, salimos al fin de la conferencia. El atardecer cae sobre la ciudad de Santiago. Estamos contentos y pensamos: este es uno de los días más grandes de nuestras vidas. Como si fuéramos niños a punto de dormirse en sus lechos, que sólo quieren que sus padres les lean una historia. Puede que haya mucho de eso: necesidades afectivas que nunca fueron cubiertas en ese lugar del que todos venimos: el país de la infancia. Es cierto. Que haya razones desconocidas para nuestra alegría, razones que, por lo demás, no necesitamos oír. Preferimos simplemente caminar por las calles, bajo la luz que desciende, saboreando recuerdos aún frescos, soledad eterna que por un momento creímos rota, que por una vez quedamos exentos, libres, que pudimos volvernos leves, ligeros como plumas, y flotar todos juntos, allá a lo lejos, en las cumbres inalcanzables.

by Andrés Olave

nació en Santiago en 1977. Sus mayores influencias son Robert Walser, Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter Thompson. Coautor de la novela de ciencia ficción Proyecto Apocalipsis (Cinosargo 2011). Tiene en preparación las novelas Un Mundo Perfecto y La Destrucción de Santiago. Actualmente vive en San Pedro de Atacama.

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