for the very first time?
Madonna, «Like a virgin», 1985.
Marcio y L’oiseau se me acercaron una tarde que yo andaba buscando un ángulo preciso para fotografiar un barco enorme que estaba anclado en la bahía de Santo Domingo. Venían con otros pibes, todos de uniforme escolar: camisa o chomba celeste, bermudas grises, medias tres cuartos azules y zapatos negros o marrones muy gastados. Ellos estaban corriendo carreras en el malecón, pero Marcio ganaba en todas. En las más cortas y en las más largas. Corrían de un poste de luz a otro o de un guayacán a un framboyán o a la uva de playa que estaba más lejos.
Me quedé mirando lo que hacían, mientras esperaba que el barco terminara la maniobra y se acomodara más de perfil. Era media mañana y me imaginé que se habían hecho la rata de la escuela. Después jugaron a perseguirse, un juego que no entendía bien. Había varios que iban detrás de uno de ellos y luego, cuando lo atrapaban, todos se quedaban quietos, se miraban y salían corriendo a perseguir a otro. El barco era una mole gigante que cargaba pilas de contenedores de colores en la borda. No se entiende cómo es que no se les vuelca la carga en la mitad mar. Navegan con la habilidad de un mozo llevando la bandeja, me dijo Marcio.
Cuando conocí a La Pepona, él ya no trabajaba de mozo, hacía diez años que era el encargado en La Kentucky de Puente Pacífico. La Pepona tenía casi cincuenta años, unos bigotes curvados hacia abajo, el pelo largo medio canoso atado con una gomita, la frente arrugada y la nariz chata y rota. Era un tipo gastado. De pendejo había sido boxeador, pero nunca salió del amateurismo y tuvo que ponerse a laburar. El se decía un luchador. Una vez lo vi discutir con un cliente. Puso el dedo índice en su nariz y lo movía en forma circular. ¿Qué te creés, gil, que esta me la hice jugando a la bolita?
La Kentucky, que es hoy una pizzería de culto en Palermo, era una pizzería grasa para los grasas que gustaban de la tripleta más famosa de Buenos Aires: moscato, pizza y fainá. El perfil de la clientela eran tipos que hacían una escala después de amargarse en el hipódromo. Los que subían caminando por Bullrich, con la Rosa o la Blanca estrujada en el puño y volvían más pobres que antes de jugársela a una corazonada o a un dato falso. Y esos tipos, por una cuestión generacional tal vez, fumaban 43/70 o Imparciales y dejaban que el pucho se consumiera en los dedos mientras escrutaban la Rosa por novena vez para ver qué dato se les había escapado.
La Kentucky era la pizzería de los derrotados, decía La Pepona, porque los que habían acertado la cuatrifecta no paraban ahí. Esos se tomaban un taxi en Libertador y hacían el único desbande que sabían hacer: iban hasta la calle Corrientes, a ver las luces de la noche y se metían en el Maipo o en el Astral y se enloquecían con las plumas. Después comían pizza en Banchero o en Güerrín con cerveza tirada, en lugar de moscato. Luego, rumbeaban a los bares de Avenida de Mayo y, ya totalmente borrachos, terminaban en los piringundines del Bajo.
El hombre es artífice de su propia bancarrota, era otra de sus frases y la repetía orgulloso de su genialidad. Ese tipo de enseñanzas nos aprendimos de La Pepona. El sostenía que había descubierto un método infalible para hacer guita en el hipódromo. Había que seguir un orden establecido y ser muy meticuloso. Según el monto que se deseaba apostar, el tipo el tipo de apuesta y el número del corredor, había que efectuar una serie de combinaciones y cálculos complicados que no tenían en cuenta los antecedentes de los caballos, el jockey o el estado de la pista, sino más bien el azar. El Mono Calvet estudió el método de mil maneras y llegó a la conclusión que La Pepona era medio retardado.
En La Kentucky de los ochenta me juntaba con Winco Cánepa, el Flaco Loria y el Mono Calvet y hacíamos que estudiábamos en una mesa y pasábamos desapercibidos. Teníamos dieciseis años, estábamos en el secundario. Nos sentábamos al lado de la puerta vaivén que da a la avenida Santa Fe. El viejo de Winco era uno de los socios de La Kentucky y por eso La Pepona nos trataba tan bien y nos dejaba estar ocupando una mesa casi todas las tardes mientras hacíamos nuestro negocio: vender sicotrópicos a domicilio. El viejo de Loria era coronel y estaba en la obra social de los militares y el Flaco se había inventado un sistema con recetarios afanados y sellos falsos para conseguir los medicamentos de las farmacias. Teníamos varios clientes fijos que nos llamaban al teléfono de la pizzería. Cuando el llamado era para nosotros, La Pepona, le pegaba un chiflido corto y agudo y Winco atendía el llamado y tomaba nota del pedido.
La mejor clienta, la que compraba más y pagaba sin chistar, era Macarena. Cuando la conocimos a Macarena, ella vivía en un hotel familiar que todavía existe, sobre la avenida Santa Fe, a veinte metros de la esquina de Godoy Cruz. La Pepona nos hizo el gancho con ella, pero nos dijo que tuviéramos cuidado que venía con sopressata. Y mientras dijo esto, recuerdo que hizo el gesto típico con las manos abiertas y separadas, marcando el tamaño del trozo. En ese momento de mi vida, juro por Dios que no sabía de qué mierda nos estaba hablando. Sólo me quedé con la sensación de que había que tener cuidado.
Cuando la vi a Macarena no lo pude creer. Fui solo a llevarle el paquetito al hotel Bouquet. Después, Macarena nos enseñó que se dice “buqué”, “bu” “qué”, es en francés, decía, como si fueras a darme un beso y sin que suene la “t” del final. Cuando decía “bu” todos nos quedábamos imitando el gesto de sus labios, sentados en la cama o en las sillas de la habitación de Macarena, pero eso fue cuando ganamos más confianza y empezamos a ir regularmente. Al principio, los pibes tampoco me creyeron cuando les conté que era una bomba, una vedette como las que se ven en las marquesinas de los teatros de la calle Corrientes. Les conté que se parecía a Moria Casán. Lo que sí, Macarena era más bonita, así, morocha y alta como la Casán. Esas minas que parece que te atropellan y que seducen todo el tiempo, como si tuvieran una turbina de vapor entre las piernas, algo que siempre hay que tener alimentado y que nunca se termina de apaciguar.
La primera vez que fui al hotel, el hombre de la entrada me miró con desconfianza y no me dejó pasar. Después, nos hicimos amigos y el Mono Calvet lo adornaba con algo y teníamos pase libre. El tipo me hizo esperar parado en la calle. Macarena tardó un año en bajar y cuando al fin la vi aparecer por las escaleras me quería morir. En realidad, deseé ser adulto, canchero y pintón, como García Satur, quería tener un Peugeot 504 y llevarla a comer a los carritos de la Costanera y que toda la gente se me quedara mirando mientras me fumaba un LM. Soñé con ella esa misma noche y le dediqué varias pajas.
Los chicos dominicanos iban corriendo de un lado al otro, persiguiéndose y alcanzándose. Se tocaban demasiado para mi gusto. Marcio se acercó hasta donde yo estaba con mi trípode listo para sacar la foto al barco. L’oiseau vino con él agarrándolo del brazo porque trataba de morderle un dedo.
—¿De dónde tu ere?
—Soy argentino, de Buenos Aires.
—¡Deja ya esa vaina, pájaro! —gritó Marcio y se sacudió a L’oiseau para que lo dejara de molestar.
Se sentaron cerca y empezaron a tocar mis cosas. Me sentí incómodo. Me hicieron doscientas preguntas. Yo quise sus nombres, únicamente. Les conté que estaba de vacaciones, que había llegado hacía diez días, que me gustaba mucho la ciudad y la comida y que había venido a ver a una chica que había conocido en Buenos Aires y que era de acá, como ellos y que era muy linda y la estaba empezando a querer. Y me preguntaron sin más vueltas: cómo es estar con una mujer, que ellos habían visto algunos videos en un cyber y ahí corté el diálogo, porque el barco no estaba todavía donde yo lo quería, pero había girado un poco hasta ponerse en tres cuartos y con eso ya me conformaba.
La primera vez que vi una foto casi pornográfica tenía quince años. Fue en el patio de la Castrense, a la salida de la misa de once. Winco había encontrado una Play Boy en un cajón de la cómoda de su viejo. Fue a robarle un pulóver para salir a la noche y se encontró con la sorpresa. No se animó a hacer desaparecer toda la revista, así que arrancó una hoja, la dobló en cuatro y se la metió entre las bolas para que no lo descubrieran. El salame tuvo la mala pata de afanarse una publicidad de ropa interior. Así que en la foto la mina estaba sentada con las piernas abiertas, pero tenía puesto un conjunto de corpiño y bombacha marca Virtus. Solamente esa foto y la infinita catarata de fantasías que se despertaron a partir de ese domingo fueron el alimento mental con el que comencé a pajearme las primeras veces.
Marturbarse era pecado, claramente. Y eso, lejos de ahuyentar la idea, la hacía más transgresora y, por lo tanto, más excitante. Para conseguir fuentes de inspiración recurríamos a situaciones desesperadas que hoy en día resultarían simplemente estúpidas. Por ejemplo, el Mono Calvet que hizo guita vendiendo de a una las cartas de un mazo de naipes franceses con fotos de minas desnudas. Yo tenía el diez de diamantes, una pelirroja muy tetona, medio gordita ahora que pienso. Eso era casi único lo que teníamos, pequeñas muestras de un mundo inalcanzable. Vivíamos en la fantasía, era el reino de la imaginación. En mi adolescencia, llegar a tocar una teta era un lujo que sólo se podían dar los que bailaban como John Travolta y yo era un queso.
El límite con el pecado siempre me atrajo y básicamente soy muy curioso. Por eso no me causó demasiado problema cuando me di cuenta lo que había querido decir La Pepona con lo de la sopressata. Llevábamos un mes yendo a ver a Macarena cuando me quedé solo con ella en la pieza. Las clases de educación sexual las daba el profesor de catequesis. Fueron dos clases y yo falté a la segunda. Con mis viejos de eso no se podía ni hablar y mis amigos estaban tan en pelotas como yo. El Flaco Loria que parecía que la tenía atada, se hacía el boludo cuando le pedíamos detalles. La Pepona nos decía que todo lo íbamos a saber a su debido tiempo.
Tal vez piensen que exagero si les digo que no tenía la más puta idea de dónde, exactamente adónde, tenía que meter el pito. Esa tarde Macarena me enseñó. Podría decir que era una tarde lluviosa y que hacía frío, porque era invierno, cerca de mi cumpleaños, pero no sé bien. Los recuerdos son de una gelatina que va cambiando de forma y de gusto a lo largo de los años. Sí sé que estaba por cumplir dieciséis y estaba sentado en el borde de la cama, con los pantalones en los tobillos y sin ropa en la parte de arriba. Macarena me daba besos en las tetillas y con sus manos me masajeaba el pito, muy suavemente. Ella estaba arrodillada, desnuda, salvo por un short de fútbol, creo que era de Independiente. Estaba enfrente de mí y yo miraba por la ventana, a través de la cortina, las ramas de un paraíso sin hojas que se movía por el viento. Macarena agarró mis manos y las apoyó en sus tetas y mis dedos empezaron a moverse solos, de una forma que a mí me daba placer. Me acordé de lo que había dicho La Pepona y pensé que ese era mi debido tiempo. Enseguida se me empezó a parar y Macarena bajó su boca. Antes me miró y me preguntó si quería que siguiera. Le dije que sí, que quería. Al principio, me dolió y sentí cosquillas y un espasmo del estómago. Pero ella me acarició la panza y de a poco me fui relajando, cerré los ojos y no pensé en nada porque tenía mucho miedo.
Marcio era flaquito. No tendría más que quince años y pesaba cuarenta kilos, a lo sumo. Sus ojos despertaban algo distinto, como si uno fuera capaz de ver toda su vida reflejada en ellos. No se quedaba quieto ni un segundo. L’oiseau, en cambio era más dócil y más curioso. Los chicos estaban recién entrando en la adolescencia, pero supe en un instante que el debut de Marcio iba a ser con una puta del malecón y que el debut de L’oiseau iba a ser con Marcio, unos meses después. L’oiseau me pidió que les sacara una foto con el fondo del barco y que se las mandara por mail. Me volvieron a preguntar cómo es Buenos Aires, si se consigue trabajo y si es muy difícil conseguir la visa. Nos cambiamos los mails y nos fuimos para distintos lados. Anoté las direcciones, pero mentí cuando les dije que había sacado la foto.
Leonor me pasaba a buscar para ir a las Terrenas. Fui al hotel El Colonial, armé un bolso y me senté en el umbral a esperarla. Estaba ahí sentado cuando me di cuenta que los isleños, en el fondo, son todos náufragos que se creen olvidados y perdidos en el Caribe. Entonces, por eso, desde chicos buscan la forma de salir de su isla. No les importa adónde van a escaparse, una vez que pegan el salto y pisan el continente ya creen haber llegado a un lugar mejor.
Y no me extrañaría, dentro de unos cinco años, más o menos, encontrarme con Marcio en Buenos Aires y volver a ver sus dientes blancos y sus rulos negros y los ojos igual de brillantes y le preguntaría por L’oiseau y me diría que se fue a París, Francia, que conoció a un turista con mucho dinero y que, después de una temporada en las Terrenas jugando al sankipanki, se fue para siempre y que desde entonces no sabe nada de él. En cambio, Marcio trabajará unos meses en el Starbucks de 3 de Febrero y Lacroze y será justamente ahí donde me lo voy a encontrar porque es muy cerca de mi casa y él me reconocerá y yo no, porque él estará más grande y más formado y charlaremos un rato y me contará lo que hace en Buenos Aires y le diré que mejor se busque otra cosa, otro trabajo, que estudie, que aproveche a crecer, pero no me va a entender porque ya para ese entonces se habrá dado cuenta que acá los negritos tienen mucho arrastre y Marcio se confundirá en seguida, porque gracias a eso de ser caribeño, simpático y entrador, se va poder coger a cuanta pendeja alegre pase por ahí a comprar un capuchino o un latte y pensará que eso es la vida, que al fin pudo salir de la isla y acá podrá hacer lo que quiera y Buenos Aires lo va a fascinar como siempre nos ha fascinado a todos y un día cualquiera, una de las chicas que Marcio se cogió, le va a decir que está muy enferma y que le pegó algo grave, de verdad y que lo lamenta mucho o le va a decir que está embarazada y que lo quiere con toda su alma, de verdad y que lo lamenta mucho y, en cualquiera de los dos casos, Marcio va a empezar a arrepentirse de haber salido de su isla, porque, a partir de ahí, su vida se va a convertir en una mierda y cada día va a pensar en su mamá que hace el sancocho más rico del planeta y va a pensar en su papá que arma cigarros en la calle Billini, como lo hacía el abuelo y el abuelo del abuelo apoyado en una mesa de doscientos años y recién ahí se va a dar cuenta que su isla es una isla pero era su isla y entonces, mientras me imaginaba el futuro de Marcio y mientras veía a la jeepeta roja de Leonor estacionarse frente a mi junto al cordón y mientras ella bajaba con una sonrisa de mil dientes y los pocitos se le marcaban en sus mejillas y se acercaba a mí para darme el beso más dulce que te puedas imaginar y mientras todo eso tan bello emergía frente a mis ojos como una fuente inagotable de maná, recuerdo que pensé que debía dejar todo por un momento e ir corriendo al malecón y buscar a Marcio y a L’oiseau para decirles a los gritos que su isla es el mejor lugar del planeta, que es bellísima, que me quedaría ahí a vivir para siempre, que algún día voy a poner un hotel en Las Terrenas, que Leonor va a estar conmigo para ayudarme y que ellos podrían trabajar para mí, si quisieran, que los franceses son sucios, se creen lo mejor del mundo y son bastante poco generosos y que Buenos Aires, Marcio, Buenos Aires es una mierda, una mierda, una mierda.
nació en 1965 en Buenos Aires y es ingeniero civil.
Forma parte de Garrincha Club, una editorial autogestiva. Escribe en el blog Salgo con esta.
Bonito cuento; me agarró y no me soltó. Me encantaron el ritmo y esta frase: «Los recuerdos son de una gelatina que va cambiando de forma y de gusto a lo largo de los años».
Genio!! el mejor escritor de Buenos AIres, el que todas las minas persiguen por tener la pluma mas rápida gracias a tener el laburo mas tranquilo que le da tiempo para lo primero.
Muy bueno, Hilario. Le agarraste la mano a las idas y vueltas. Felicitaciones.
Gracias por este cuento, Hilario.
Gracias,
Gracias,
Gracias,
GRACIAS.
Ehhhh… cuentos asi no se encuentran todos los dias y mucho menos, escritos por alguien que vos conoces. Entonces, admiracion es lo que me provoca leerte, Hilario.
Y agradecimiento :)
Es un texto que tiene de todo.