El ensayo como hackeo

Temo por el ensayo, amigos míos, y por su mala reputación. Tiene una apariencia blanquecina, apagada, polvorienta, vieja. Encasillado dentro de tumbas como el Oxford Book of the Essay. La edición anual de los Best American Essays no es exactamente un bostezo, puesto que algunos de los ensayos resultan ser bastante buenos cuando uno los lee y piensa en ellos, pero en conjunto no son especialmente atractivos, apasionantes, absorbentes (y sin embargo: [haz clic aquí]). Les falta algo… ¿pero qué? ¿Garbo? ¿Chispa? ¿Destello? ¿Fuegos artificiales? ¿Prestidigitación? Digan ustedes lo que quieran del espectáculo de las memorias, pero cuando menos, parecen oportunas. Atractivas, frescas, resplandecientes, simuladas. Tienen un barniz de realidad o de reality show. Parecen tratar, tanto como cualquier otra cosa, de la materia de nuestras vidas, o de la materia deseada de nuestras vidas: el sufrimiento, los crímenes, sexo en política, revelaciones, televisión, posiblemente de bañeras calientes, depilaciones corporales, celebridades y bikinis. Uno sabe que las memorias de alguien puede que sean de una calidad ínfima, pero serán entretenidas. Pero, ¿y el ensayo? Es un sillón de orejas. Puro pensamiento. Estable. Un tipo ya mayor, sensible, agradable, que conduce un Volvo modelo 92. Con olor a pino envejecido. Es sedentario. Connota la senescencia. Pupitre de madera de castaño abandonado en un estudio que ya nadie usa, que huele a siglos de humo de tabaco de pipa. Hay que admitir que no parece ser una forma juvenil.

Todo este rollo lacrimoso por el ensayo es simultáneo al declive tecnológico del periódico, la revista literaria y otros medios impresos que ocasionaron la aparición de muchas de las estrellas más brillantes del ensayo. Todavía recibimos comentarios, pero se han pasado a internet. Se están convirtiendo cada vez más en un deporte de aficionados. Distribuidos mediante blogs y reseñas en Amazon hechas por los 500 Mejores Reseñistas para ustedes, para los consumidores. Quizá, después de todo, haya en ello algo de justicia.

Puede que el ensayo lírico constituya la excepción. Una bengala, un petardo que explota en medio de la noche de verano. Solamente el ensayo se muestra lenguaraz, y tuerce el gesto inalterable. Coqueto en sus encuentros con la poesía. Más que ser un poco rebelde, desdeña todo toque de queda que se le imponga. Habita los márgenes, es apenas ensayo, apenas reclama su peso cultural. Volveremos a este errante solitario más adelante.

Una señal: mi respuesta al ensayo, cuando lo descubrí, fue un suspiro. No es que faltara apego a sus divagaciones, a sus intentos por expresar los movimientos del pensamiento, pero parecía ser remoto. Aislado. Grabado en piedra y transmitido de generación en generación. Inasequible. La producción de años de pensamiento prístino y de periodismo de inmersión. Es en apariencia inaccesible desde el punto de vista del artista, sin desplegar alguna especie de brujería.

Como entusiasta de las formas literarias, me enfrentaba a un muro. Alzaba la vista hacia él, miraba alrededor. Veía muro, muro y más muro. Adobe tras adobe. Ningún resquicio. Ninguna arruga en su rostro.

Esa es una trayectoria.

Introducción al hackeo

En el fondo el hackeo es una actividad creativa. Es, en primer lugar, simplemente una exploración, la apertura de un sistema. Una especie de resolución de problemas. Cuando usamos la palabra hackear, probablemente nos referimos a acceder de forma ilegal a un sistema informático por alguno de diversos medios, probablemente por parte de alguien obsesionado, muy instruido, que planta un virus en alguna computadora de alto nivel del Departamento de Defensa, mas eso es pensar de manera algo reductiva, peyorativa y perezosa. La mayoría de los hackers que accedemos de forma ilegal a sistemas informáticos (o de otro tipo) no lo hacemos para quebrantar la ley sino porque deseamos acceso. Porque nos encontramos un sistema y no nos permiten entrar. Porque vemos esa torre aparentemente impenetrable y queremos saber qué reposa dentro de sus murallas.

En un sentido más general, un hackeo es el uso muy ingenioso de la tecnología para lograr algo que de otro modo es imposible lograr. Es un puente, desde un continente a otro por encima de aguas profundas. Parece, al igual que cualquier tecnología suficientemente avanzada, como una especie de magia. Surge de lo insoluble. Es sorprendente. Agradable. Asombroso.

Por ejemplo, un famoso hackeo de hardware, la caja roja, readapta un automarcador Radio Shack (un dispositivo portátil anterior al teléfono celular que podía almacenar y marcar números de forma automática) mediante un poco de soldadura para imitar el tono (técnicamente, una serie de cuatro tonos) que le indica a la cabina de teléfono que se ha depositado una moneda de 25 centavos, lo que me permite llamar a cualquier parte sin pagar. La caja azul (el hackeo de hardware todavía más famoso) generaba el tono de 2.600 Hz y permitía a un hacker (en realidad, el término que se emplea, más técnico, es phone phreak) adquirir control de la línea troncal e ir donde quisiera dentro del sistema telefónico. Esos hackeos de hardware exigían conocimiento de un sistema (a menudo descubierto de forma accidental, o bien durante largas noches de prueba y error) para lograr el control.

Para algunos usuarios de la caja roja, el objetivo del dispositivo es obtener llamadas gratuitas. Para otros, se trata del acto de acceder a la red, de sobrepasar un cerrojo con mucho ingenio, porque permite una mayor exploración, nódulo a nódulo, de una red.

Pero en todo caso, el truco estriba en el hackeo, no en el uso que se le dé al mismo.

He vivido la vida de acceder a redes, de explorar sistemas y líneas telefónicas, y me han castigado públicamente por ello, por mi audacia. Por el acceso ilegal a tarjetas de crédito, a bases de datos de cientos de miles de tarjetas de crédito. Yo no usé las tarjetas de crédito para nada: simplemente quería acceder a ellas, al creciente mundo privado de información almacenado en miles de servidores alineados, escondidos en bancos de módems. Porque podía hacerlo, me digo a mí mismo, quería entrar.

En retrospectiva, me entran dudas al intentar atribuir una motivación particular a mis actos. El cerebro reconfigura la memoria, reordena los sucesos, los reajusta entre otros sucesos para formar una narrativa, una causalidad: crea sentido. La mente se cuenta historias sobre lo que le ocurre. De modo que el que yo diga que hice X a causa de Y descansa sobre miles de supuestos acerca de quién o qué creo ser, cómo me veía a mí mismo entonces —transmutados en cómo me veo a mí mismo ahora. Puedo decir que me atrajo el hackeo por curiosidad o por un creciente interés de escritor, pero eso es, casi con seguridad, falso. ¿Quién sabe por qué hice lo que hice, por qué entré sin permiso en los camiones de la Michigan Bell, armado de bombas de humo y punzones y gas pimienta por si venía la poli? ¿Quién sabe qué habría hecho con el gas pimienta si la poli hubiera venido? Cualquier tipo de intento de ordenar el sentido desde el pasado está cargado de miles sobre miles de sendas, que se escinden de forma exponencial. Cuanto más piensas en ello, más se acerca de forma asintomática a la imposibilidad.

Ello no quiere decir que no debamos intentarlo. La tentativa es gloriosa y el intento mismo renueva el cerebro. Revuelve los circuitos y asocia una nueva conclusión a un acto, reconstruyendo el ser. En cierto modo, pensar acerca del ser lo hackea.

Después de todo, es nuestro cerebro, un sistema imposiblemente complejo, cambiante, sináptico. Es el sistema, el tema principal para cualquier tipo de literatura, el tema perfecto, aunque también aparentemente inaccesible.

La memoria parece intentar comprender, pero fundamentalmente narra, muestra el acto, lo revela. Nos ofrece confesión, un arco narrativo ya empaquetado: la redención, por ejemplo. Piensa que piensa, pero no termina de llegar a su destino.

En cambio, el ensayo se despliega, oraciones solitarias que se extienden por la página, representando el pensamiento. El ensayo nos brinda el mejor medio de hackear este sistema.

El ensayo como juego

Déjenme intentarlo de nuevo.

La principal experiencia que tengo de los videojuegos es una de exploración exhaustiva. Aunque debo admitir que no poseo el nivel exhaustivo de juego que caracteriza a los que escriben guías de coleccionista obsesivo para, por poner un ejemplo, Final Fantasy XII, en el que he registrado 110 horas de juego en la PS2 (el juego, servicial, hace seguimiento de mis horas de adicción), me paso mucho tiempo pensando en mundos lúdicos y en estar inmerso en ellos.

Split Infinity, el escritor que recopiló las Preguntas Más Frecuentes/Guía que llevo tiempo consultando en busca de algunos de los secretos más arcanos que guarda el juego, es uno de esos jugadores/escritores superexhaustivos. Las Preguntas Más Frecuentes (PMF), la Guía: estas formas constituyen una respuesta a la complejidad de un sistema creado.

Las PMF de FFXII son excepcionalmente exhaustivas (una especie de infinidad dividida). Consta de 1 600 páginas, 800 000 palabras, aunque albergo algunas dudas sobre lo que MS Word cuenta como palabra. Le llevó más de 400 horas escribir este tomo, basado en más de 1000 horas de juego, explorando exhaustivamente cada camino concebible a través de este espacio interactivo creado.

Yo diría que esto es ensayo, aun como documento informativo. Es un registro de la exploración de un sistema por parte de un individuo (y en última instancia, colaborativa). Es una solución bastante ingeniosa a un problema: dónde pueden ir los jugadores para conseguir información sobre cómo hacerse con la Zodiac Spear, por ejemplo (la respuesta dista mucho de ser obvia). Internet es el sistema perfecto para reunir estos tipos de respuestas. Para hackear el problema en trozos solubles y distribuirlo entre las experiencias de miles de jugadores. Split Infinity ya lo ha hecho para nosotros. Es una hazaña asombrosa.

También es un hackeo. Mediante el juego y la documentación exhaustivas él (u otros—la gente trabaja de este modo, en colaboración) ha descubierto varios secretos que yo no tenía ni idea de que el juego albergara. Ha accedido a habitaciones secretas en las mazmorras, y nos ha dado la llave. Ha abierto las áreas ocultas del sistema. Sus PMF enumeran 61 aspectos muy fáciles de pasar por alto en el juego (a veces a estos se les denomina ‘huevos de Pascua’).

Hay mil PMF sobre el hackeo y guías de las maneras de hackear sistemas informáticos específicos y de otros tipos. Los que escriben estos hackeos son con frecuencia gente anónima, pero le han conferido un entusiasmo lúdico al tema que tratan. Se lanzan con fiereza sobre el sistema y no salen hasta que no han penetrado en él.

Aunque es un poco machista, hay que admitirlo.

La lectura de estas PMF —o, mejor aún, su escritura— añade caminos al cerebro. Añade una sintaxis donde no la había. Intenta —en un sistema complicado de por sí— vérselas con un sistema aún más complicado. Planearlo. Volverlo inerte, pausado, interrumpido, en otra forma.

El ensayo como mente simulada

El ensayo se esfuerza mucho por solidificar los movimientos del pensamiento. Más que la mayoría de las otras formas de escritura, no está en deuda con la tradición ni la restricción. Por supuesto que es, pues bueno, viejo. Muy de la tercera edad. Podemos remontarnos a Montaigne, o con algo de esfuerzo, a Séneca. Debo admitir que Montaigne me aburre. Séneca también, en realidad, y la mayoría de los que denominamos los ensayistas morales, que públicamente piensan en el comportamiento individual como parte de una sociedad, ofreciendo sugerencias para vivir mejor, etc. Puede que sea por mi edad. Puede que sea porque yo quiero darle más atractivo.

El ensayo no depende de un arco narrativo (aunque pueda hacerlo). No depende del movimiento lírico (aunque pueda hacerlo). Puede incorporar en potencia cualquier cosa, valerse de cualquier cosa, en busca de la gama de oscilación del pensamiento humano que intenta presentar.

Es una bola pegajosa. Es el videojuego Katamari Damacy. Se amolda. Como el cerebro.

Cada ensayo que leemos representa lo más cerca que podemos acercarnos a otra mente. Es una simulación de la mente que se ocupa de un problema. Eso no quiere sugerir que todos los ensayos sean buenos, proféticos, exitosos, provechosos o interesantes. Pero adentrarse en un ensayo es adentrarse en la mente del escritor. Nos arrojan al laberinto, con una enorme roca que rueda detrás de nosotros. Es una ruta directa desde el cerebro en toda su inmediatez, su variedad, hebras de texto apenas recordado, de ideas parcialmente pensadas, imágenes por debajo de la superficie de la memoria. Nos lanzan a un proceso: el de pensar, el cual es como un algoritmo, una máquina para replicar o simular pensamiento:

Así, una cita que añadir a nuestra bola, una línea que agregar a nuestro algoritmo, una hebra de pensamiento:

…menosprecian el ensayo como híbrido; dicen que le falta una tradición convincente; que solo rara vez se ha cumplido con sus extenuantes requisitos: todo esto se ha observado y censurado con frecuencia. (La cita es del ensayo de Theodor Adorno, “El ensayo como forma”.)

Aquí nos encontramos. Nos encontramos arrancados de nuestras vidas y somos trasplantados en medio de una mente. Una trama, en realidad, ensartada de pensamientos. De una situación lingüística. Un argumento. Y puesto que el ensayo carece de tradición, ¿entonces qué? Y más adelante:

La suerte y el juego son esenciales para el ensayo. No da comienzo con Adán y Eva, sino con lo que desea discutir; dice lo que está en cuestión y se detiene donde se siente completo—no donde no queda nada que decir.

Adorno trata de describir lo que hace el ensayo. Piensa. Juega. Discute. Sacude las ideas igual que a una pelota. Es discursivo. No cura nada. De vez en cuando puede que maldiga. Claro que es subjetivo, pero posee dicha subjetividad y lucha por comprenderla y trascenderla. Tiene un tema declarado (en el caso de Adorno, intentando entender la forma del ensayo en la situación histórica en la que él lo encuentra), pero los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto debajo del velo del argumento formal. Quién argumenta, preguntamos. Una pausa. Silencio. Un momento incómodo. Entonces: Yo lo hago, responde con voz lánguida.

El ensayo reivindica sus propios límites y trabaja dentro de ellos: de la forma en que trabaja también lo hace la mente. A medida que el argumento cambia, se reduce o se intensifica, destapando algo que el ensayo no sabía que sabía (pues ése es el propósito de todo ensayo, desplazarse, explorar, apartarse del camino tal como sea necesario), de igual modo lo hacen los procesos de la mente. Congela el pensamiento para nuestro beneficio. Esta sujeción, por supuesto, es una mentira: una línea de pensamiento se extiende y se convierte en ayer, en diáspora. Cuando revisamos el borrador de un ensayo, ya no somos la misma combinación de cerebro y cuerpo; la red se ha desplazado, lo que entonces pensábamos que pensábamos ya no es lo que pensamos. Y al pensar borramos o intensificamos el pensamiento, confirmándolo o negándolo. De manera que el ensayista ajusta el ensayo, suaviza una transición, toma una ruta divergente. Y esa versión del pensamiento queda fijada y abandonada, una ruta en el cerebro, un rastro de grafito en la página. Y sigue así, hasta el momento en que el ensayista se levanta y lo deja estar. El ensayo debiera cambiar en cada lectura pública o recitación a medida que algo nuevo ocurra. Pero es imposible en el arte. Al final, debemos dejarlo ir y esperar que le muestre al lector algo nuevo.

La lectura de ensayos nos acerca al pensamiento de otros, o cuanto menos a la versión más reciente. Su escritura nos acerca al nuestro propio. Nos permite al menos interrumpir la constante oscilación de muestras mentes para apuntar algo y considerarlo, para pensar en ello con un año de distancia, o desde el espacio en la lanzadera espacial, o en un espacio diferente, por encima de una vista distinta, desde un hotel nuevo en una ciudad diferente.

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¿Y qué decir del ensayo lírico? ¿Acaso lo hemos olvidado? Avanza a trozos, en fragmentos desconectados. Hace una pausa, hace rodeos en torno al tema o termina en un callejón sin salida a través del espacio en blanco.

De ciertas formas, el ensayo lírico es el tipo de ensayo que resulta más ‘ensayo’.

Nuestra variedad lírica del ensayo es un políglota. Es pan-sexual. Si el ensayo es una bola, el ensayo lírico es una poderosa bola súper adhesiva. Pero designar un ensayo como lírico no le agrega tanto. Supongo que lo que hace es especificar que cierto ensayo es lírico. Cierra algunas de las dimensiones por las cuales se podría desplazar un ensayo.

El ensayo mismo ya es polimórfico. Se obsesiona en su potencial unión con cualquier cosa: la polémica, el cuento, el tratado, el argumento, los hechos, la ficción, la lírica.

Pero la lírica parece haberle dado una bocanada de aire fresco al mundo del ensayo, de modo que deberíamos estarle agradecidos.

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Este semestre voy a asignar una suerte de hackeos mentales en mi taller de escritura de ficción. Voy a pedirles que interrumpan sus pautas de sueño para escribir, para alterar sus métodos de composición, lo cual significa cambiar su pensamiento, reducirlo, al menos en su fase generativa. Que sientan la fuerza necesaria para pulsar las teclas de una máquina de escribir. Que escriban únicamente en edificios abandonados. Que le dicten a un micrófono. Que escriban hambrientos. Exhaustos. Si pudiera, les recetaría algunas drogas psicotrópicas. El cerebro se acostumbra a sus propias estrategias cuando escribimos. Encuentra el camino de menor resistencia, igual que un líquido sobre una superficie. Se mueve. Se acomoda en los surcos. Voy a intentar lograr que mis estudiantes escriban desde diferentes estados mentales, para que encuentren el camino hacia voces diferentes. Pienso en esto como una forma de hackear el cerebro, conseguir que acuda—tal como es la tecnología—a algún lugar al que no está habituado. Quiero que busquen nutrirlo de diferentes historias, con diferentes estímulos, en un intento por lograr que genere diferentes tipos de textos.

El ensayo como interrupción

El mundo se mueve. El arte lo detiene. El ensayo lo detiene. Es algo temporal, pero necesario. Ya conocen ustedes el tópico fotográfico en el que las calles de la ciudad están iluminadas con las estelas de los faros encendidos, con su movimiento pasado y su ubicación presente representadas como estelas y espirales. La fotografía secuencial utiliza artimañas para representar el flujo como algo estático, como historia. La belleza ocurre aislada, desde una distancia. Cuando hacemos una pausa en nuestros DVD y podemos admirar el fotograma congelado que perdura, un gesto que se tuerce, la curvatura de una espada ninja, la expresión de un rostro.

El ensayo, como un poema, actúa como un calderón. Procesa las ideas, imágenes, textos, u objetos a su propia velocidad. Rebobina, medita, rodea, regresa, se sienta y gira si debe hacerlo. Y debería hacerlo. Es, como todo buen arte, una interrupción, una interposición entre el mundo y la mente. Su estatus como especie extraña de híbrido tiene su origen en esto. Las narraciones se mueven hacia adelante. Están impulsadas por lo que ocurre. El ensayo está propulsado por lo que piensa acerca de lo que ocurre, o lo que piensa acerca de un asunto. Transforma el asunto en su mente. Se vuelve muy consciente de sí mismo. Demasiado consciente en ocasiones. El ensayo puede atrancarse, hallar el camino a la recursión infinita: ¿Qué pienso acerca de lo que pienso acerca de lo que pienso, etc.? Sin intervención, el pensamiento puede descender en espiral.

El espacio del ensayo es un espacio para soñar. Todo está permitido. Podría moverse de forma errática, como en los sueños, con su propia lógica. Puede salirse por la tangente, seguir una línea tan lejos como le sea posible.

Mientras estoy aquí sentado, escribiendo estas palabras, observo por la ventana el tráfico que pasa, a gente con frío, y pasa un camión de bomberos con su ensordecedora sirena en marcha. Le sigue una ambulancia. Aquí, mi mirada —y también el hilo de mis ideas— queda interrumpida. De vuelta al reporte del tráfico. Dos minutos más tarde, otro camión de bomberos pasa rápido y con estruendo. Estos vehículos están de camino a una intervención. Puede que una casa se esté quemando. Puede que haya gente que esté muriéndose mientras hablo, que sus cuerpos se estén achicharrando o derritiendo. Podría tratarse de una falsa alarma. Si yo fuera un auténtico ensayista o periodista de investigación, me habría subido al carro de un salto y estaría siguiéndolos, intentando esquivar el tráfico que reanuda tras ellos, con la esperanza de ver algo emocionante o terrible.

Pero no es así. No me he movido. Una chica abre una puerta al otro lado de la calle. El repartidor de pizzas entra. No ocurre nada. Están los dos ahí, sentados. Su novio, que según parece lleva puesto unos pantalones Zubaz, y que tiene un aspecto un poco animal, aparece por la parte de atrás. Se produce una transacción. Se puede mantener el mundo afuera, pero éste se inmiscuye en la mente, en el lenguaje que toma forma.

Creo en las interrupciones. Creo en la divagación. El tipo de las pizzas es de Domino’s. Hubo un tiempo que yo repartía pizzas de Domino’s en Ames, Iowa. Me gustaban esas pizzas cuando estaba en la escuela secundaria: en particular, la de salchicha, pimiento verde y cebolla Resulta asombroso que al escribir esas palabras —y cada vez que las leo— se me estimule el hambre, incluso ahora. ¡Toma ésa, cerebro! ¡Toma ésa, cuerpo! El trabajo daba asco, pero me pagaban bien de vez en cuando. Había rumores de que daban propinas en forma de favores sexuales, cosa que no le ocurrió a nadie que yo conociera, algo sorprendente para la clase de tipos que éramos, musculosos, con abdominales muy marcados, con nuestros bronceados de aerosol. Estaba en el posgrado. Todos eran más jóvenes que yo y disfrutaban ser humillados. Renuncié a ese trabajo.

En el apartamento al otro lado de la calle hay una bandera americana arrugada, que cuelga de un mástil. Esto debe querer decir algo, pero no sé qué. Quizá si pienso el suficiente tiempo en ello, si permito que la mente —y las palabras— lo envuelvan, soñará y entregará su significado (o puedo engañarme a mí mismo y pensar que me conferirá su significado).

El ensayo se acomoda. Se expande. Se contrae. Es una tecnología flexible.

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Un buen ensayo aprovecha la interrupción. Después de todo, pensar no es algo dramático. Porque el ensayo es una mente aislada, potencialmente pura, puede girar y girar. Si el ensayo interrumpe el flujo del tiempo, entonces se pierde los placeres del tiempo: la urgencia, el dilema, el arco, la secuencia, la presión. Si no se limita, el ensayo languidece. Incluso un argumento debe avanzar inexorablemente, por más arriesgado que sea, por mucho que sepamos que nuestro pensamiento cambiará la próxima vez.

Por supuesto, cualquier texto avanza. Se lee (y se compone) palabra a palabra, secuencialmente, línea a línea y hacia abajo por la página. Se amontona como en el Tetris. Crea presión en el pensamiento. Incluso mientras el ensayo diverge en sus procesos de pensamiento, mientras sigue tangentes y desviaciones, existe no obstante la expectativa de la convergencia, de un arco final. Queremos que el ensayo se eleve y tome forma. Queremos satisfacción. Queremos cohesión. Puede que queramos redención por nuestros pecados, o por los tuyos. Queremos acción que se alce y que caiga, incluso en el ensayo. El ensayista listo lo sabe. Él usa las expectativas del lector en beneficio propio. Él entiende que, aun enfrentados a la infinidad, necesitamos limitaciones.

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Creo en el fragmento. Es la representación más honesta de cualquier cosa. Reconoce los huecos, su falta de exhaustividad, su capacidad para rodear y controlar un tema, una idea.

De las formas literarias, el ensayo es la más abierta al fragmento. Puesto que trata de representar el pensamiento, su conocimiento es limitado. Enfrenta de manera constante el filo de lo que conoce y desde dicho filo desafía una oscuridad llena de interrogantes. El ensayo trata sobre las limitaciones. Se entiende a sí mismo. Puesto que renuncia a mucha de la estructura del poema o del cuento, se las apaña con su sola capacidad para expandirse y consumir todo lo que le echemos. Se reproduce a sí mismo, se expande como un virus.

Quizá sea más ajustado decir que un ensayo es como un gusano, que se esparce por los sistemas, y envía nuevos brotes. Es modular, nodular.

Y de las formas del ensayo, el ensayo lírico se traga los fragmentos más fácilmente. A fin de acomodar el hueco, el ensayo debe imitar al poema; debe crear una honestidad, una atención por la belleza antes que por el significado, al menos en micro-escala debe saltar por las rendijas y seguir adelante, una elisión del espacio en blanco de la página.

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Soy un escritor al que le gustan las limitaciones. Para mí, eso significa forma: aquello que constriñe o exhibe las limitaciones efectivas de un sistema. Es una obsesión. Las formas acuden en sueños. Estructuran los sueños. Plasman el sistema. El contorno es un sistema. El índice es un sistema, o depende de un sistema. En mis tres libros se ponen de manifiesto los índices: como poema, como cuento y como índice funcional, y como ensayo. De modo que el ensayo empieza para mí con el reconocimiento de que un sistema existe. Ello limita la oscilación, las opciones del ensayista. Permite que el pensamiento y la retórica se expandan y recorran el filo. Eso es lo que hace el hackeo. El hackeo se involucra con un sistema, con sus limitaciones físicas o digitales, la imposibilidad de acceder a partes del sistema, por ejemplo, sin autorización. Los límites de la estructura Unix de los derechos de lectura/escritura/alteración. Los límites de la candidez humano cuando se trata de escoger contraseñas (una pista: no somos para nada ingeniosos; por desgracia—y por dos motivos —la parte más frágil de cualquier sistema es la humana. El primer motivo es que, desafortunadamente para la perspectiva hacker, el modo más fácil de entrar a un sistema es el menos sofisticado tecnológicamente hablando: adivinar las contraseñas. O hacer una conjetura con cierto fundamento, basada en lo que pueda averiguar acerca de una persona. O lo que solíamos denominar ingeniería social, convencer a la gente para que revelaran sus contraseñas o que crearan una cuenta.)

Una forma es como un desafío. Un muro. Un sistema de reglas. Una mazmorra. Significantes que acceden a otros significantes. Dadas las reglas del sistema X, quiero hackearlo, ver qué otro propósito puede dársele. De este modo, escribir el ensayo da acceso al sistema, rompe sus cerrojos, empuja contra él, línea a línea, y transforma.

Mi amiga Nicole se ha hecho un monedero con envoltorios de dulces entrelazados. Es un objeto hermoso: brillante, muy logrado, íntimo, artesanal. Me doy cuenta de que yo quiero llenarlo de dulces, pero en la práctica ella lo llena con las cosas habituales de un monedero, un mundo al cual normalmente no tengo mucho acceso. Para mí, el placer de mirar este artefacto es doble: lo reconozco como monedero. Al examinarlo más de cerca, vemos que está hecho de envoltorios de dulces. Es ambas cosas y ninguna de ellas, y en ese proceso es algo más. Se ha transformado.

También es cierto que se está haciendo pedazos. Es un objeto transformado en otro objeto. Fue creado, y doblemente creado (y en dicho proceso es de-creado, pierde su anterior función), y ahora está perdiendo lentamente su cobertura. Me pregunto si la vida partida del objeto es algo intencional. Que sea, al igual que el envoltorio de un dulce, finalmente desechable, reduciéndose al recuerdo de lo que contenía, una ruina.

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Estoy escribiendo esta conferencia en mi nuevo programa de procesador de textos. Se llama WriteRoom (haz clic aquí), y es fantástico. La pantalla en la que estoy escribiendo imita (hasta cierto punto) el aspecto de un monitor monocromo de pantalla verde, del tipo que te encontrarías en un Apple IIc, por ejemplo, o un viejo PC de IBM. Así, la escritura de esto —el ensayarlo, puesto que solamente tengo un sentido algo vago de hacia donde quiero que vaya este ensayo— físicamente no es tan distinta de la experiencia de sentarme enfrente de pantallas de computadoras, mirando el mensaje de acceso de un sistema BSD Unix o el punto de entrada de una base de datos desconocida, que no anuncia casi nada sobre sí misma. Estoy otra vez ahí, en una u otra habitación de la residencia universitaria, o abajo, en el sótano del dúplex de mis padres, pensando en pedir una pizza de Domino’s y zamparme unas Coca-Colas, hurgando en la bolsa de dados de doce de Calabozos & Dragones, poniendo algunos temas de Sisters of Mercy en el equipo de música que compré en el duty-free de Dubai. Me siento buena onda. El mundo se despliega delante de mí, accesible mediante un teclado, mediante la entrada de texto en una máquina. Es una serie de muros y puertas. Para mí, éste es un espacio generativo. Es como un sueño. Es luz que se esparce en la oscuridad (luz verdosa que va creciendo sobre la pantalla negra). Es como un calabozo eléctrico.

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Estamos rodeados de hackeos. El mundo está hecho de ellos, de ingeniosidades. De respuestas técnicas a problemas específicos, lo que equivale a decir que el mundo está compuesto de diseños. El ensayo es uno de ellos, una tecnología readaptada en cualquier situación dada para solucionar una clase de problema, uno que no sabe que está destinada a resolver hasta el momento que lo resuelve. Es una exploración; cumple la función de arte, caminando en aguas más lóbregas.

Incluso este ensayo —especialmente este ensayo— es un hackeo. Dada la idea de que un ensayo es un hackeo, he estado intentando hallar modos de hacer que funcione, agitar las manos, rastrear mis pensamientos, producir lenguaje, producir magia.

Cuando tenía dieciséis años, penetré en el mainframe del Banco Comerica en Michigan. Apenas recuerdo los detalles. Fue bien sencillo. Realmente no fue ningún hackeo, en absoluto. Solamente necesité de un par de minutos para adivinar las contraseñas. Una vez, descubrí que el número de acceso llevaba a una puerta sin protección. Usé la línea de teléfono de nuestro asistente de la residencia estudiantil, la cual había desviado desde su habitación, que estaba justo arriba la mi habitación, a la mía. Poco tiempo después recibí la visita de dos empleados de seguridad del banco, que habían rastreado la llamada. No me pasó por la cabeza intentar hacer que mi número fuese más difícil de rastrear; de algún modo, no se me ocurrió que podrían ofenderse por mi exploración, mi intrusión. Me hicieron preguntas por espacio de una hora, acerca de qué virus había subido al sistema. Yo estaba estupefacto. Se esperaban —o quizá se temían— lo peor. A mí lo que me importaba era sencillamente estar dentro, escribir palabras y enviarlas a través de mi módem a su módem, a su sistema mainframe, a algo más grande, más complejo, más poderoso y endiosado, algo terrible y que no fuera mi computadora personal —y hacer que me respondiera.

Finalmente no se me permitió tener línea telefónica propia, por razones obvias. Me había agenciado llaves maestras para todo el campus aquel año, y me apliqué en desviar dos líneas desde la centralita en el sótano: una serpenteaba hasta mi habitación. Pinté la línea de teléfono del color de los adobes (o quizá deseé haberlo hecho —no hay modo de decir si esto es una invención; en retrospectiva, me parece demasiado ingenioso, la mente me dice: tú no eras tan astuto) y doblé los cristales de plomo de la ventana de la habitación en la residencia estudiantil para acomodar la línea. La otra línea subía serpenteando hasta la habitación de mi amigo Jason. Habíamos hecho un hueco uno de los tocadores, de tal manera que el exterior de los cajones no era nada otra cosa que fachada. Instalé una computadora en su tocador ahuecado para mi BBS [Bulletin Board System], Datacrime International, para que funcionara 24-7 con un módem y la línea desviada. Admiraba ese hackeo, ocultar la máquina en el tocador. Era como un símbolo literario, me decía con cierta apreciación. O puede que eso piense ahora.

Además, modifiqué el sistema telefónico de la residencia de tal manera que el teléfono público estuviera conectado a las líneas del profesorado, lo cual permitía que todos llamáramos de forma gratuita. Se trató de una solución elegante a un problema específico: el estar atrapado en un internado, sin dinero, sin línea de teléfono, sin otra salida que el teléfono público, de pago. Yo liberé esa vía.

Nada de esto es difícil. No evité la que me atraparan. No era tan listo. Muchos hackers a los que conocí eran más ingeniosos y más serios que yo, más hábiles con el código de ensamblaje o con las erratas de los archivos de contraseñas en BSD Unix. Lo que yo tenía, sin embargo, era talento para la audacia física, la voluntad de desmantelar sistemas, cerrar mecanismos, de robar si era necesario, de robar contenedores en busca de manuales, todo con el fin de lograr acceso, es decir, el conocimiento, es decir, el poder.

Tengo un centenar de historias así, algunas de las cuales ya he contado anteriormente y volveré a contar. Son una nube de posibilidad que reside en la parte del cerebro del cuerpo que produce este ensayo. Constituyen esta versión, esta visión de mí mismo que de forma periódica dejo salir a jugar. Pero con la capacidad técnica para la escritura, y el descubrimiento del placer de alterar formas heredadas, mucho de mi interés se desplazó en una dirección literaria, hacia la complejidad de los sistemas del lenguaje.

Y ahora los sistemas del lenguaje interactúan con el sistema de memoria que recuerda las proezas del hacker, y detrás de cada ensayo que escribo está este personaje hacker, este deseo de una punkrocktitud, el impulso del pícaro.

La historia de la literatura

La historia de la literatura es la historia de la literatura experimental. Gracias a Dios. Es —o refleja y prefigura— la historia del hackeo. De las exploraciones geográficas. De los proyectos de modificación corporal. De la innovación médica. De las mitologías de Star Trek u otra invención. Del ímpetu humano por ir en contra de lo establecido, por rellenar los espacios en blanco, por ver qué otra cosa hay detrás. ¿Qué persona quiere simplemente llegar a donde se ha llegado antes? ¿Qué escritor —o artista de cualquier tipo— desea únicamente igualar a sus antepasados?

El experimento interactúa y emana de la historia literaria. Todo poema, todo cuento, todo ensayo, deben transmitir todavía una experiencia emocional o intelectual, sin importar lo inusual de la forma. Debe todavía ofrecer un arco. Debe emanar de una mente y mostrar un rastro. Plantea preguntas y resuelve al menos unas cuantas. El experimento es un hackeo de uno o más elementos formales, intentando arreglárselas sin ellos, para cruzar un vacío. Para empezar, reconoce que hay un vacío, y que cruzarlo no es algo trivial.

Pero los que desprestigian la literatura como experimental normalmente están diciendo que algo es solamente experimental, que le falta dimensión humana, que es todo cerebro, que no tiene cuerpo, ni corazón. Que es un experimento que no ha dado resultados. Pero el experimento es el proceso, no el producto.

El problema es colosal: verter la experiencia humana en un texto. Hallar nuestra ruta al interior de la complejidad casi infinita de la interacción humana, de la capacidad humana de memoria, de lenguaje. Nuestra labor como escritores, como escritores de ensayos, es exponer (¿podemos decir ensayar?) sin una idea clara de cuáles serán los resultados del experimento, pero también intentar crear con él algo que sea de algún modo mágico.

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La última hebra —o quizá el último fragmento— del ensayo tiene todavía que caer en su sitio, creo, mientras me preparo para irme a dormir, mirando la espectacular fluctuación de luces en los edificios de la ciudad. Luego de una ridícula lucha con el embalaje, logro abrir una de diez bolsitas, cada una con su envoltorio individual, de tiras de disolución rápida de Benadryl con sabor a menta y vainilla. Demasiados modificadores para un solo sustantivo. Uno de los muchos métodos recientes de entrega de medicamentos (el comprimido ovalado, la cápsula, la tableta, la lengüeta, la cápsula de gel, el líquido), todos ofreciéndonos opciones distintas de la píldora. Llevo un buen tiempo, meses, creo, esperando por esto. Soy un gran devoto de la tira de higiene bucal de Listerine. Soy devoto de cualquier cosa que parezca sólida y luego se desintegre en el cuerpo. Una vez abierta por fin la bolsita, me la pongo en la lengua, como una ofrenda. O quizá esté pensando en la comunión. Pesa más que una tira dental, pero es más ligera que una hostia. Tiene un olor hormigante. A menta. Me deja pasmado su tecnología. Sobre la lengua, mantiene su forma durante un minuto, más tiempo del que esperaba. Observo mi lengua en el espejo mientras se disuelve. Tarda mucho y deja un regusto a productos químicos que de alguna manera equivalen a menta y vainilla. Incluso ahora puedo sentirla en la boca y estoy contento. No sé qué significa eso.

HermanoCerdo agradece al autor el permiso para realizar esta traducción. El orginal, “Essay as Hack”, puede leerse en el sitio de Ander Monson

Traducción de René López Villamar.

by Ander Monson

es un escritor norteamericano nacido en Michigan. Entre su obras se incluye la novela Other Electricities, los libros de ensayos Neck Deep and Other Predicaments: Essays y Vanishing Point: Not a Memoir, y los de poesía Vacationland y The Available World, de reciente publicación. Es editor de la revista DIAGRAM. Actualmente vive y da clases en Tucson, Arizona.

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