Cuando la vi estaba ahí, echada sobre un sillón de esos de cuero y dormía como si nada. Realmente roncaba. Y era de noche y por el ventanal se veía la ciudad como si fuera un dinosaurio eléctrico y ella tenía los ojos cerrados mientras un par de tubos fluorescentes no dejaban de parpadear frenéticamente sobre su nuca. Por supuesto: a esas horas ya no había nadie. Estábamos solos. Ella y yo. Nadie más. Tenía el pelo revuelto y estaba abrazando a ese sillón negro en donde, durante el día, descansaban las visitas. La escena no era difícil de reconstruir: Un colet a los pies del sillón, a treinta centímetros una carpeta que rebalsaba de fotocopias y un zapato de taco alto, uno solo, un poco más allá.
Yo llevaba en el negocio -llamémoslo de alguna forma- algo más de un año y nunca me había encontrado con alguien. Siempre creí ser cuidadoso y prolijo, pero como ya sospecharán, ella confirmó lo contrario.
Entonces, abrió un ojo.
Poniéndolo en términos simples, yo era un viejo pascuero[1. En Chile, Viejo Pascuero es Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás o como le quieran decir.]. O un ex viejo pascuero. Si lo resumo queda más o menos así: era diciembre y no tenía plata. Sólo lo que dejaba mi trabajo de carnicero en un Santa Isabel que estaba cerca del hospital de la Católica, pero necesitaba más seguramente porque venía la pascua y los regalos y el año nuevo y todo eso. Por esos días, además, salía con una chica linda de pelo largo y negro de la que no quiero recordar nada, pero que por esos calurosos días de diciembre me volvía completa y enteramente loco.
Entonces, una tarde en la que caminaba por la Diagonal Paraguay rumbo al súper -debían ser las tres o las cuatro y transpiraba como caballo- vi el anuncio pegado con scotch en la puerta de una cordonería. Estaba escrito con lápiz pasta y decía que necesitaban viejos pascueros. Ni una línea más. Me quedé de pie y con las manos en los bolsillos mirando ese pedazo de papel. Y me quedé así hasta que una señora me preguntó si estaba interesado en el aviso. Asentí con la cabeza y entré sin decir una palabra. Al comienzo no se convencía. Decía que era muy joven para hacerme pasar por viejo pascuero, aunque que de todos modos el rojo me vendría bien. Yo sólo asentía y pensaba en las treinta lucas que pagaban por cada presentación y sumando y restando, con tres o cuatro eventos, ya tendría como para regalarle un celular a mi mamá y salir a alguna parte con Sandra -así se llamaba mi novia- durante el fin de año. Entonces me limité a sacar cálculos y a asentir. No sé muy bien cómo pasó todo pero eran las 4:15, yo debía estar en la carnicería y ella me daba la mano felicitándome porque tenía un trabajo nuevo. Entonces anotó un número de teléfono en un papel muy chico que guardé en uno de los bolsillos de mi camisa.
No hay mucho más que decir. Llegó el jueves y marqué el número desde el patio del súper. Me contestó la misma señora y me dio las coordenadas. Dos horas después corría por Eliodoro Yánez bajo un sol pegajoso. Cuando estuve a dos cuadras del gimnasio, me apoyé contra un árbol, me cambié de ropa y en tres segundos estuve vestido con una franela roja y peluda, mis zapatos negros y una barba blanca y algodonada que terminó por hundirme en un calor nuclear y asesino.
El contacto me esperaba en la esquina siguiente y me miraba sin mucha fe. No dije nada y estreché su mano como uno de esos soldados que salen a esperar una redada en el centro de Bagdag y él sólo me entregó el sobre con los billetes y el saco rojo con los regalos. Entonces subí y esa fue mi primera vez. Me encaramé por la escalera, pasé por una ventana, luego por otra, abrí una puerta, tomé una escalera y aparecí en el centro del marcador electrónico del gimnasio. Justo entremedio de los números. Grité un “buenas tardes” y los niños y sus papás se dieron vuelta para mirarme en las alturas.
Uno sabe cuándo el éxito es éxito. Uno sabe cuándo las palmadas que recibe en la espalda son sinceras. Entonces, durante esas dos semanas que dieron por terminado el 2006, me dediqué a ir de evento en evento haciendo de viejo pascuero.
De la carnicería me echaron a los cuatro días. Fue justo el 19 de diciembre, uno de los días más duros. Cinco o seis presentaciones en quince horas. Un récord. Yo vivía feliz y sin creer cómo podía ganar plata con tan poco esfuerzo. Y cuando no terminaba de entender eso, el calendario avanzó, llegó el 25 de diciembre y quedé cesante. Y eso no era lo terrible. El horror lo vi a la cara una mañana en que desperté y supe que no tendría nada más que hacer hasta el año siguiente. Entonces dejé a mi novia, puse un aviso en el diario, vendí las cosas de mi departamento, el resto se las regalé a mi mamá con la excusa de que me iba de viaje a Bolivia, terminé con mi arrendatario y no volví a pagar nunca más una cuenta de la luz.
En una semana me sumé a la larga lista de vagabundos que daban vueltas por Santiago.
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Las primeras noches son las peores. Después todo se olvida y las calles se vuelven fieles y comprensivas. Aunque tampoco estuve mucho tiempo en ellas.
La solución no se me ocurrió hasta que una noche de fin de semana una chica rubia y delgada, una que venía con un grupo de diez o doce personas, apareció durante la noche para repartir panes con queso y cafés aguachentos. Yo, que estaba acurrucado debajo del Puente del Arzobispo, me comí el pan con los ojos perdidos en los de la rubia hasta que ella abrió la boca y me dijo que yo no parecía un hombre de la calle, que seguramente tenía una familia, un oficio, que Dios me debió entregar algún don. Y, ¡paf!, masticando el pan con queso -y en medio de la noche- vi la luz.
Así que al rato me puse de pie y me inicié como un vagabundo post-todo con aires de superhéroe. Con las manos en la cintura, con los pies mojados por la insolencia del Mapocho, miré hacia arriba, repasé los techos de los edificios cercanos y me decidí por el de la Mutual de Seguridad.
Escalé por un costado y -como si fuera el mejor de los viejos pascueros- me tomó sólo tres segundos descubrir la rejilla abierta en el segundo piso para entrar por el conducto de ventilación, avanzar gateando, y llegar hasta la oficina de un subgerente de algo sin importancia. Ahí me dejé caer, revisé los cajones, encontré una barra de chocolate, dormí una siesta, leí una revista de negocios y cuando empezaba a salir el sol dejé todo nuevamente en su lugar y pasé el día durmiendo en los mismos conductos de ventilación por los que entré. A la noche siguiente bajé a la oficina de al lado y así durante una semana.
El calendario era sencillo y, humildemente, debo decir que mi facilidad para entrar a cualquier parte -como un escapista pero al revés- nunca dejó de asombrarme. Pasé por la Cruz Roja, el Ministerio de Relaciones Exteriores, unas oficinas de Falabella y una notaría con un refrigerador increíble. Las semanas corrían y cada vez me sentía más a gusto con mi oficio, uno que me sacaba de la lista de los vagos y que me dejaba, estrictamente, en la de los voluntarios. Ser viejo pascuero fuera de navidad nadie dijo que fuera fácil. En más de un sentido era un marginal, pero en otro -el más importante- era una figura central. Era un ícono cultural. Era un viejo pascuero secreto. Y las vocaciones son así. Después de pasar meses escondido en oficinas, prácticamente sin hablar con nadie, en el más hermoso de los silencios que puede ofrecer una ciudad, fue que llegó nuevamente la pascua y yo volví, con un traje robado de la oficina de un relacionador público, a preguntar si ese año necesitarían nuevamente un viejo pascuero.
La señora había muerto pero el resto no me había olvidado.
Me contrataron, por ejemplo, para dejar los regalos en el salón del Gremio de Profesores y aparecí de improviso, de la nada, sin que los mismos profesores se enteraran. O para ir a la comida de fin de año de ENAP. O para celebrar con los hijos de los cocineros de un casino. Y así. Todo eso hasta que ella, otra niña de pelo amarillo, una que debía tener casi seis años, se acercó a mi oído y lo dijo sin pensarlo ni nada. “Lo que yo quiero es una muñeca holandesa”. Dijo sólo eso y nada más. Ella, por supuesto, tenía en la mano una Barbie hecha en China que parecía estrella de película porno más que cualquier otra cosa. Y yo, como todo buen viejo rodeado de barba blanca, le cerré un ojo y le dije que no se desesperara, que esperara hasta la noche del 24 y que su muñeca holandesa llegaría.
Ya lo sospechan, soy un hombre de palabra. No tenía idea de lo que era una muñeca holandesa -que en realidad son iguales a las alemanas y muy parecidas a las rusas- pero tampoco me demoré mucho en averiguarlo. Por esos días alojaba en un edificio grande con oficinas de publicistas, asesores de prensa, lobbistas y cosas por el estilo. Así que sólo prendí un computador y después de adivinar cómo funcionaba esa cosa de Google di con ellas. “Hermanos Marín Ltda” era la única empresa dedicada a los juguetes viejos que aún las importaba. Las bodegas estaban en los bordes de Providencia y no se me ocurrió otra cosa más que anotar la dirección y partir hacia allá. Entonces, cuando intentaba arreglarle la pascua a esa niña que quería su muñeca holandesa, fue que la encontré tirada sobre el sillón.
Estaba echada como si fuera una secretaria que de improviso se quedó dormida para no despertar hasta el día siguiente y así ahorrarse la micro que la llevara otra vez al trabajo. Pero no. No era eso y lo supe al segundo de encontrármela. Ella, de hecho, como si hubiera sentido la presencia inclemente de mis ojos que no dejaban de mirarla, abrió los suyos y de un salto olímpico apareció sentada.
Se llamaba Desmonda, andaba de tacos altos por la vida y aún tenía algodón blanco pegado en la cara. Era, además, la primera que encontraría de los casi cincuenta viejos pascueros jubilados que daban vueltas por un Santiago somnoliento en busca del siguiente diciembre. No hubo necesidad de nada. Ni de abrir la boca, ni de explicar qué hacíamos ahí, ni mucho menos de presentarnos. A Desmonda la amé desde que la vi en el sillón negro intentando ponerse los zapatos. Luego vino el silencio, la ciudad iluminada por esos focos amarillos y la travesía de dos viejos pascueros cruzando por los techos de una ciudad dormida. Y corrimos, esquivamos a los perros que vigilaban el patio de la importadora, saltamos una reja más -si sólo hubiera contado todas las que salté en mi vida- avanzamos uno junto al otro y finalmente, sobre el techo de un edificio blanco que miraba hacia el Mapocho, nos sentamos con los pies colgando hacia la calle y me dijo su nombre. Yo le dije el mío y quizá nos miramos, aunque tal vez sólo haya bastado con los besos.
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Para septiembre ya ni recordaba mi pasado como carnicero ni el recorrido de las calles. Cuando uno vive sobre los techos los caminos cambian, las rutas, las direcciones, nada es como en el mundo de los peatones. Los techos tienen inclinaciones, unos están más cerca de otros, hay formas y lugares desde los que saltar. Pero también hay reglas y ésas Desmonda me las enseñó con su paciencia de monja renunciada.
-Somos muchos -fue lo primero que dijo esa vez. Luego indicó a lo lejos, tal vez setenta u ochenta techos más allá, y dijo que de Román Díaz al oriente era de los verdes.
-¿Los verdes?
-Son los radicales. Los viejos pascueros que todavía se visten de verde, los que nunca quisieron cambiar al rojo. Y viven así, encerrados en sus techos, de espaldas a nosotros.
Desmonda fue carmelita descalza. Vivía en un convento pequeño en Limache, en los faldeos de la cordillera de la costa, junto a siete monjas que no decían una palabra. Era una vida tranquila, supongo. Eso hasta que la madre superiora le pidió una mañana cualquiera que subiera al techo a quitar las ramas que bloqueaban las canaletas. Iba a comenzar el invierno y ella una nueva vida. Allá arriba, con la perspectiva que le entregaba el techo, supo que sus años de religiosa estaban a un paso de caducar. De hecho, sin buscar demasiado, dio con el camino para subir y, cada noche, dormir mirando las estrellas, acurrucada en una esquina de ese techo tan cómodo.
Debieron pasar tres o cuatro meses y Desmonda dejó de ser una carmelita descalza cuando corrió por la noche y se encaramó sobre los techos de un condominio vecino al convento para terminar perdiéndose en la boca de esa ciudad enferma.
-Y los de allá -dijo esa misma vez indicando ahora hacia la otra orilla del Mapocho, con las piernas colgando, con la cara iluminada por un letrero de neón que hacía parpadear la palabra Coca Cola en su rostro- son los duros. No usan gorros ni barba y ni dan regalos. Son bestias.
Con Desmonda nos amamos. Era imposible diferenciar una noche de otra y corríamos de techo en techo, a veces saltábamos empelotados de un edificio a otro y nuestra vida como viejos pascueros nudistas y en stand by se reducía a querernos y a disfrutar de la libertad que daba la construcción en altura. Desde esos años que ni la navidad ni nada ha vuelto a ser igual.
La muñeca holandesa, por cierto, jamás la entregué.
estudió literatura en Chile y Bélgica. Es autor de la novela corta El Destello (2000) y del conjunto de relatos Formas de lucha libre. Escribe sobre libros en diversos medios chilenos.
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