Lo que empeñes, yo lo recobraré

Mediodía

Un día tienes un hogar y al siguiente no, y sin embargo no voy a decirte las razones específicas por las que soy un vago sin hogar, porque esa es mi historia secreta y los Indios tienen que en verdad que esforzarse para mantener sus secretos lejos de los hambrientos hombres blancos.

Yo soy un indio de Spokane, un salish del interior, y mi pueblo ha vivido dentro de un radio de cien millas de Spokane, Washington, por al menos diez mil años. Crecí en Spokane, me mudé a Seattle hace veintitrés años para asistir a la universidad, fui expulsado tras dos semestres, trabajé en varios empleos manuales, me casé dos o tres veces, fui papá de dos o tres hijos, y enloquecí. Por supuesto “loco” no es la definición oficial de mi problema mental, pero tampoco creo que “desorden antisocial” lo sea, porque eso suena a que soy un asesino serial o algo por el estilo. Nunca he lastimado a otro ser humano o, al menos, no físicamente. He roto algunos corazones en mis épocas, pero todos lo hemos hecho, así que no soy nada especial en ese aspecto. Además, soy un rompecorazones aburrido. Nunca he salido o me he casado más que con una mujer a la vez. No dejé un corazón hecho pedazos durante una noche. Los rompí lenta y cuidadosamente. Y no batí ningún récord de velocidad mientras salía por la puerta. Pedazo a pedazo, desaparecía. He estado desapareciendo desde entonces.

No he tenido un hogar desde hace seis años. Si existiera algo como un efectivo hombre sin hogar, entonces supongo que soy efectivo. No tener hogar es quizá la única cosa en la que he sido bueno. Sé dónde conseguir la mejor comida gratis. Tengo amistades en restaurantes y con convenientes gerentes de tienda que me dejan usar el baño. Y no me refiero a los baños públicos. Hablo de los baños de empleados, los limpios que se esconden tras la cocina o la alacena o el refrigerador. Sé que suena extraño enorgullecerse de ello, pero para mí significa mucho ser lo suficientemente confiable como para orinar en el límpido baño de alguien más. Quizá no entiendas el valor de un baño limpio, pero yo sí.

Probablemente nada de esto te interese. Los indios sin hogar están en cualquier lugar de Seattle. Somos comunes y aburridos, y tú caminas como si nada junto a nosotros, quizá con una mirada de disgusto o incluso tristeza por el terrible destino del noble salvaje. Pero tenemos sueños y familias. Estoy en buenos términos con un indio de la llanura sin hogar cuyo hijo es editor de un periódico de los grandes, allá en el Este. Por supuesto, esa es su historia, pero nosotros los indios somos grandes narradores y mitómanos y creadores de leyendas, así que quizá aquel indio vagabundo de la llanura sólo es un viejo indio de todos los días. Tengo ciertas sospechas sobre él porque sólo se identifica como indio de la llanura, un término genérico, y no por una tribu específica. Cuando le pregunté por qué no me decía exactamente de dónde era, dijo “¿Alguno de nosotros sabe exactamente lo que somos?” Vaya, qué bien, un indio filosofando. “Hey,” dije, “de seguro tienes un hogar como para comportarte así.”

Él sólo se rió, me lanzó un saludo y se alejó.

Recorro las calles con una tripulación fija –mis compañeros, mis defensores, mi pandilla. Son Rosa de Sharon, Junior, y yo. Nos cuidamos uno al otro sin cuidar a nadie más. Rosa de Sharon es una mujer grande, de casi siete pies de altura si mides el efecto completo y como de cinco pies de alto si sólo te fijas en lo físico. Es una india Yakama de una rama de los Wishram. Junior es un Colville aunque hay casi doscientas tribus que componen a los Colville, así que podría no ser nadie. Es guapo aunque parece salido de uno de esos anuncios públicos de no fumar. Tiene grandes huesos que son como planetas, ya sabes, con pequeñas lunas orbitando alrededor. Me pone celoso, celoso, celoso. Si nos pones juntos, uno al lado del otro, él es el Indio Antes de la Llegada de Cristóbal Colón y yo soy el Indio Después de la Llegada de Cristóbal Colón. Soy la prueba viviente del horrible daño que el colonialismo provocó en nosotros, los Pieles. Pero no voy a dejar que sepas cuánto miedo tengo de la historia y sus métodos. Soy un hombre fuerte, y sé que el silencio es el mejor método para lidiar con los tipos blancos.

Esta historia realmente comienza en el almuerzo, cuando Rosa de Sharon, Junior y yo manipulábamos el bote hacia el mercado de Pike Place. Tras dos horas de negociación ganamos cinco dólares, suficientes para una botellas de coraje fortificado del más hermoso 7-Eleven del mundo. Así que tomamos el camino, sintiéndonos como guerreros borrachos, y pasamos por esta casa de empeño que nunca había visto. Y eso era extraño, porque nosotros los Indios hemos desarrollado un radar de casas de empeño. Lo más extraño, sin embargo, era el viejo atavío de baile powwow que vi colgando en la ventana.

—Ese es el atavío de mi abuela —dije a Rosa de Sharon y Junior.

—¿Cómo sabes que es ese? –preguntó Junior.

No lo sabía con certeza, porque nunca había visto a una persona con un atavío. Sólo había visto fotografías de mi abuela bailando con él. Y eran fotos tomadas antes de que alguien le robara el atavío, cincuenta años atrás. Aún así lucía tal y como mi memoria lo recordaba, y tenía las mismas plumas coloreadas que mi familia solía coser en nuestros atavíos powwow.

—Sólo hay una manera de saberlo —dije.

Rosa de Sharon, Junior y yo entramos a la casa de empeño y saludamos al viejo hombre blanco detrás del mostrador.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó.

—Ese es el atavío powwow de mi abuela, en su ventana —dije—. Alguien se lo robó hace cincuenta años, y mi familia lo ha buscado desde entonces.

El prestamista me miró como si yo fuera un mentiroso. Lo entendía. Los prestamistas se hartan de mentiras.

—No estoy mintiendo —dije—. Pregunte a mis amigos. Ellos le dirán.

—Es el Indio más honesto que conozco —dijo Rosa de Sharon.

—Muy bien, Indio honesto —dijo el prestamista—. Te otorgaré el beneficio de la duda ¿Puedes probar que es el atavío de tu abuela?

Porque no quieren ser perfectos, porque sólo Dios es perfecto, el pueblo Indio cose desperfectos en sus atavíos powwow. Mi familia siempre cosía un adorno amarillo en algún lugar del atavío. Pero lo escondíamos tan bien que debías buscar en serio para de verdad encontrarlo.

—Si de verdad es de mi abuela —dije—, entonces tendrá un adorno amarillo escondido en algún lugar.

—Muy bien, pues —dijo el prestamista—. Vamos a echar un vistazo.

Bajó el atavío de su lugar junto a la ventana. Lo extendió sobre el mostrador de vidrio y comenzamos a buscar el adorno hasta que lo encontramos debajo de la axila.

—Aquí está —dijo el prestamista, sin traslucir la menor sorpresa—. Tenías razón. Este es el atavío de tu abuela.

—Ha estado perdido por cincuenta años —dijo Junior.

—Hey, Junior —dije—. Es la historia de mi familia. Déjame contarla.

—Está bien —dijo—. Me disculpo. Adelante.

—Ha estado perdido por cincuenta años —dije.

—Es la historia triste de su familia —dijo Rosa de Sharon—. ¿Va usted a devolverle el atavío?

—Eso sería lo correcto —dijo el prestamista—. Pero no puedo darme el lujo de hacer lo correcto. Pagué mil dólares por él. Simplemente no puedo dejar ir mil dólares.

—Podríamos ir a la policía y decir que fue robado —dijo Rosa de Sharon.

—Hey —le dije—. No comiences a amenazar gente.

El prestamista suspiró. Pensaba en las posibilidades.

—Bueno, supongo que deberían ir con los policías —dijo—. Pero no creo que les crean una palabra.

Pareció triste por ello. Como si lamentara aprovecharse de nuestras desventajas.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

—Jackson —dije.

—¿Nombre o apellido?

—Ambos —dije.

—¿Hablas en serio?

—Sí, es verdad. Mi madre y mi padre me llamaron Jackson Jackson. El mote de mi familia es Jackson al Cuadrado. Mi familia es divertida.

—Muy bien, Jackson Jackson —dijo el prestamista—. ¿No creo que tengas mil dólares, verdad?

—Tenemos cinco dólares en total —dije.

—Eso está muy mal —dijo, y pensó duro en las posibilidades—. Te lo vendería en mil dólares si los tuvieras. Pero mira, para hacerlo justo te lo venderé por novecientos noventa y nueve dólares. Yo pierdo un dólar. Eso sería lo correcto en este caso. Perder un dólar sería lo correcto.

—Tenemos cinco dólares en total —dije.

—Eso está muy mal —dijo una vez más, y pensó aún más en las posibilidades—. ¿Qué tal esto? Te daré veinticuatro horas para volver aquí con novecientos noventa y nueve dólares. Regresas aquí a la misma hora de mañana con el dinero y te lo venderé. ¿Qué te parece?

—Suena bien —dije.

—Muy bien, entonces —dijo—. Tenemos un trato. Y te daré un comienzo. Aquí tienes veinte dólares.

Abrió su cartera y extrajo un arrugado billete de veinte dólares y me lo dio. Rosa de Sharon, Junior y yo salimos a la luz del día para buscar novecientos setenta y cuatro dólares más.

1 P.M.

Rosa de Sharon, Junior y yo nos llevamos nuestro billete de veinte dólares y nuestros cinco dólares en suelto al 7-Eleven y compramos tres botellas de imaginación. Necesitábamos imaginarnos cómo juntar todo el dinero en un sólo día. Pensando fuerte, terminamos en un callejón debajo del Viaducto de Alaska y nos terminamos las botellas, una, dos, tres.

2 P.M.

Rosa de Sharon se había ido cuando desperté. Más tarde escuché que había vuelto a Toppenish haciendo autostop y estaba viviendo con su hermana en la reserva. Junior se había desmayado junto a mí y estaba cubierto por su propio vómito, o quizá el vómito de alguien más; me dolía el corazón de tanto pensar, así que lo dejé ahí y caminé hasta el agua. Me gusta el olor del océano. La sal siempre huele como la memoria.

Cuando me acerqué al muelle me encontré en una banca de madera a tres primos Aleut, que contemplaban la bahía y lloraban. La mayoría de los Indios sin hogar provienen de Alaska. Uno por uno aguardan un gran barco pesquero en Anchorage o Barrow o Juneau, hacen su camino hasta Seattle, saltan del bote con el bolsillo lleno de dinero y festejan a lo grande en uno de los sagradísimos y tradicionales bares Indios, quiebran, y vuelven a quebrar, y desde entonces siguen buscando un bote que los devuelva al helado Norte.

Estos Aleut olían a salmón, pensé, y me dijeron que iban a permanecer sentados en aquella banca hasta que su bote regresara.

—¿Desde cuando se fue su bote? –pregunté.

—Siete años –dijo el Aleut más viejo.

Lloré con ellos por un rato.

—Hey, chicos –dije—. ¿Tendrán algún dinero que me puedan prestar?

No tenían.

3 P.M.

Regresé con Junior. Seguía frío. Puse mi cara cerca de su boca para asegurarme de que respiraba. Estaba vivo, así que revisé sus bolsillos y encontré medio cigarrillo. Me lo fumé todo y pensé en mi abuela.

Su nombre era Agnes, y murió de cáncer de mama cuando yo tenía catorce. Mi padre siempre pensó que Agnes había adquirido el cáncer de las minas de uranio de la reserva. Pero mi madre decía que la enfermedad había comenzado cuando Agnes regresaba de un baile powwow una noche y fue arrollada por una motocicleta. Se rompió tres costillas, y mi madre siempre dijo que aquellas costillas nunca sanaron bien, y los tumores aparecen cuando no sanas bien.

Sentado junto a Junior, oliendo el humo y la sal y el vómito, me preguntaba si el cáncer de mi abuela comenzó el día que alguien le robó su atavío. Quizá el cáncer comenzó en su corazón roto y entonces se filtró hacia el pecho. Yo sé que es una locura, pero me preguntaba si podría regresar a mi abuela a la vida recobrando su atavío.

Necesitaba dinero, mucho dinero, así que dejé a Junior y caminé hasta la oficina de Cambio Real.

4 P.M.

Cambio Real es una organización multifacética que publica un periódico, apoya proyectos culturales para potenciar a los pobres y a los sin hogar, y moviliza al público hacia diversas cuestiones de la pobreza. La misión de Cambio Real es organizar, educar y construir alianzas para crear soluciones para la pobreza y la falta de vivienda. Existe para darle voz a la gente pobre de nuestra comunidad.

Memoricé la declaración de Cambio Real porque algunas veces voy a vender el periódico en las calles. Sin embargo, tienes que estar sobrio para hacerlo, y no siempre soy bueno mientras estoy sobrio. Cualquiera puede vender el periódico. Compras una copia por treinta centavos, la vendes por un dólar y te quedas la ganancia.

—Necesito mil cuatrocientos treinta periódicos –dije al Gran Jefe.

—Es una cantidad extraña –dijo él—, y muchísimos periódicos.

—Los necesito.

El Gran Jefe sacó su calculadora e hizo la cuenta.

—Te costarían cuatrocientos veinte nueve dólares –dijo.

—Si yo tuviera ese dinero, no necesitaría vender los periódicos.

—¿Qué pasa, Jackson a la Segunda Potencia? –preguntó. Él es la única persona que me llama así. Es un hombre divertido y agradable.

Le dije lo del atavío powwow de mi abuela y cuánto dinero necesitaba para comprarlo de vuelta.

—Deberíamos llamar a la policía –dijo.

—No quiero hacer eso –dije—. Es un reto. Necesito ganarlo por mí mismo.

—Comprendo –dijo—. Y para ser honesto, te daría los periódicos si supiera que va a funcionar. Pero el récord de periódicos vendidos en un día por un vendedor es de trescientos dos.

—Podría hacer unos doscientos dólares –dije.

El Gran Jefe usó su calculadora.

—Doscientos cuarenta y siete dólares y cuarenta centavos –dijo.

—No es suficiente –dije.

—La cantidad más grande que alguien ha ganado en un día es de quinientos veinticinco dólares. Y eso porque alguien le dio a Viejo Azul billetes de cien por alguna maldita razón. El promedio de ganancia es de treinta dólares.

—Esto no va a funcionar.

—No.

—¿Me puedes prestar un poco de dinero?

—No puedo hacer eso –dijo—. Si te presto dinero entonces tendré que prestarle a todos.

—¿Y qué puedes hacer?

—Te voy a dar cincuenta periódicos gratis. Pero no le digas a nadie que te los di.

—Okey –dije.

Juntó los periódicos y me los dio. Los apreté contra mi pecho. Me abrazó. Volví al agua con los periódicos.

5. P.M.

Otra vez en el muelle, me coloqué cerca de la terminal de Bainbridge Island e intenté vender los periódicos a los hombres de negocios que abordaban el ferry.

Vendí cinco en una hora, tiré los otros cuarenta y cinco en un bote de basura, me fui a un McDonalds, ordené cuatro hamburguesas con queso de a dólar, y me las comí lentamente.

Después de comer salí a la calle y vomité en la acera. Odio perder la comida tan rápidamente después de comerla. Como indio alcohólico y de estómago descompuesto que soy, siempre espero tener suficiente comida como para mantenerme vivo.

6. P.M.

Con un dólar en el bolsillo, regresé adonde Junior. Seguía desmayado, así que coloqué mi oído en su pecho para escuchar el latido de su corazón. Estaba vivo; entonces le quité los zapatos y las calcetas y encontré un dólar en un la calceta izquierda y cincuenta centavos en la derecha.

Con dos dólares y cincuenta centavos en la mano, me senté junto a Junior y pensé en mi abuela y sus historias.

Cuando yo tenía trece, mi abuela me contó una historia sobre la Segunda Guerra Mundial. Fue enfermera en un hospital militar de Sydney, Australia. Por dos años, curó y reconfortó a soldados americanos y australianos.

Un día atendió a un soldado maorí, que había perdido las piernas en un ataque de artillería. Tenía la piel muy oscura. Su cabello era negro y ensortijado y sus ojos negros y cálidos. Su cara estaba cubierta de tatuajes brillosos.

—¿Eres maorí? –le preguntó a mi abuela.

—No –dijo ella—, soy una india Spokane. De los Estados Unidos.

—Ah, sí –dijo él—, he oído hablar de esas tribus. Pero tú eres la primera india americana que conozco.

—Hay muchísimos soldados indios luchando por los Estados Unidos –dijo ella—. Tengo un hermano peleando en Alemania, y perdí otro en Okinawa.

—Lo siento –dijo él—. También estuve en Okinawa. Fue terrible.

—Yo lo siento por tus piernas –dijo mi abuela.

—Es divertido, ¿verdad?

—¿Qué es divertido?

—Cómo nosotros, la gente de color, anda matando a otra gente de color para que la gente blanca sea libre.

—No lo había pensado de esa manera.

—Bueno, algunas veces lo pienso de esa manera. Y otras lo pienso de la manera en que ellos quieren que lo piense. Me confunde.

Ella le inyectó morfina.

—¿Crees en el cielo? –preguntó él.

—¿Qué cielo? –dijo ella.

—Hablo del cielo donde mis piernas me están esperando.

Ambos rieron.

—Por supuesto –dijo él—, mis piernas probablemente huirán de mí cuando llegue al cielo. ¿Y cómo voy a atraparlas?

—Tienes que fortalecer los brazos –dijo mi abuela—. Así podrás correr con tus manos.

Rieron de nuevo.

Sentado junto a Junior, me reí de las historias de mi abuela. Coloqué la mano cerca de la boca de Junior para asegurarme de que aún respiraba. Sí, Junior seguía vivo, así que tomé mis dos dólares y cincuenta centavos y caminé hacia un almacén coreano en Pioneer Square.

7. P.M.

En el almacén coreano compré un cigarrillo de cincuenta centavos y dos billetes de lotería instantánea por un dólar cada uno. El premio máximo en efectivo era de quinientos dólares. Y si ganaba ambos, tendría suficiente dinero para comprar el adorno.

Yo amaba a Mary, la joven coreana que atendía la caja registradora. Ella era la hija de los dueños, y cantaba todo el día.

—Te amo –dije, cuando le di el dinero.

—Siempre dices que me amas –dijo ella.

—Es porque siempre te amo.

—Eres un pobre sentimental.

—Soy un viejo romántico.

—Demasiado viejo para mí.

—Sé que soy demasiado viejo para ti, pero puedo soñar.

—Ok –dijo—. Acepto ser parte de tus sueños. Pero sólo te tomaré la mano en tus sueños. Nada de besos ni de sexo. Ni siquiera en tus sueños.

—Ok –dije—. Nada de sexo. Sólo romance.

—Adiós, Jackson Jackson, mi amor. Te veré luego.

Dejé el almacén, caminé por el Occidental Park, me senté en una banca y me fumé el cigarrillo entero.

Diez minutos después de fumarme el cigarrillo, raspé el primer boleto de lotería y no gané nada. Ahora sólo podía ganar quinientos dólares y eso sería sólo la mitad de lo que necesitaba.

Diez minutos después de perder raspé el otro boleto y gané un boleto gratis, un pequeño consuelo y una oportunidad más de ganar dinero.

Regresé adonde Mary.

—Jackson Jackson –dijo—. ¿Has venido a reclamar mi amor?

—Gané un boleto gratis –dije.

—Como cualquier hombre –dijo—. Amas el dinero y el poder más de lo que me amas a mí.

—Es verdad –dije—. Lamento que sea así.

Me dio otro boleto y lo llevé afuera. Me gusta rascar mis boletos en privado. Esperanzado y triste, rasqué mi tercer boleto y gané dinero de verdad. Lo llevé nuevamente con Mary.

—Gané cien dólares –dije.

Examinó el boleto y rió.

—Es una fortuna –dijo, y me contó cinco de a veinte. Nuestros dedos se tocaban mientras me daba el dinero. Me sentí electrizado y firme.

—Gracias –dije, y le di uno de los billetes.

—No puedo aceptarlo –dijo—. Es tu dinero.

—No, es tribal. Es una cosa india. Cuando ganas, se supone que debes compartirlo con tu familia.

—No soy de tu familia.

—Lo eres.

Sonrió. Tomó el dinero. Con ochenta dólares en el bolsillo le dije adiós a mi querida Mary y caminé hacia afuera, hacia la noche fría.

8. P.M.

Quería compartir las buenas noticias con Junior. Caminé de vuelta pero ya no estaba. Más tarde escuché que hizo autostop hasta Portland, Oregon, y que murió a la intemperie, en un callejón junto al Hotel Milton.

9.P.M.

Solitario para ser indio, llevé mis ochenta dólares hasta el Corazones Grandes, en la parte sur de la ciudad. Corazones Grandes es un bar para indios. Nadie sabe cómo o por qué los indios migran a un bar y lo transforman en un bar indio oficial. Pero Corazones Grandes ha sido un bar indio por veintitrés años. Solía estar arriba, en la avenida Aurora, pero un loco indio Lummi le prendió fuego, y los dueños se mudaron a un nuevo lugar, a unas cuadras al sur de Safeco Fields.

Entré a Corazones Grandes y conté quince indios hombres y siete mujeres. No sabía nada de ellos, pero como a los indios les gusta ser parte de algo, todos pretendemos ser primos.

—¿Cuánto por un trago de whisky? –le pregunté al barman, un tipo blanco y gordo.

—¿Quieres del malo o del peor?

—Del más malo que tengas.

—Un dólar el trago.

Dejé mis ochenta dólares en la barra.

—Bien –dije—. Yo y mis primos vamos a bebernos ochenta tragos. ¿Cuántos le tocan a cada uno?

—Contándote a ti –gritó una mujer detrás de mí—, son cinco tragos por cabeza.

Me giré para mirarla. Era una rechoncha y pálida india, sentada junto a un indio alto y flaco.

—Muy bien, genio –le dije, y grité, para que todo el bar me escuchara—: Cinco tragos para cada uno.

Todos los indios celebraron, y yo me senté con la matemática y su flaco amigo. Nos tomamos nuestro tiempo con los tragos de whisky.

—¿Cuál es tu tribu? –pregunté.

—Soy una Duwamish –dijo—. Y él es Crow.

—Bastante lejos de Montana –le dije a él.

—Soy un Crow –dijo—. Volé hasta aquí.

—¿Cómo se llaman? –pregunté.

—Yo soy Irene Muse –dijo ella—. Y él es Chico Dulce.

Ella agitó mi mano con fuerza, pero él me la ofreció como si debiera besarla. Así que lo hice. Se rió y sonrojó tanto como un Crow de piel oscura puede hacerlo.

—Eres uno de esos “dos espíritus”, ¿verdad? –le pregunté.

—Amo a las mujeres –dijo—. Y amo a los hombres.

—A veces al mismo tiempo –dijo Irene.

Y reímos.

—Hombre –dije a Chico Dulce—, entonces debes tener ocho o nueve espíritus dentro de ti, ¿cierto?

—Cariño –dijo—. Puedo ser lo que quieras que sea.

—Oh, no –dijo Irene—. Chico Dulce se está enamorando.

—No tiene nada que ver con el amor –dijo él.

Reímos.

—Wow –dije—. Me siento halagado, Chico Dulce, pero no juego en ese equipo.

—Nunca digas nunca –dijo él.

—Mejor ten cuidado –dijo Irene—. Chico Dulce conoce todo tipo de trucos mágicos.

—Chico Dulce –dije—. Puedes intentar seducirme, pero mi corazón pertenece a una mujer llamada Mary.

—¿Tu Mary es virgen? –preguntó Chico Dulce.

Reímos.

Y bebimos nuestros tragos de whisky hasta que se acabaron. Pero entonces los otros indios me trajeron más tragos de whisky porque había sido generoso con mi dinero. Y Chico Dulce sacó su tarjeta de crédito y yo bebí y navegué sobre ese bote de plástico.

Tras una docena de tragos, le pedí a Irene que bailáramos. Se negó. Pero Chico Dulce se movió hacia el tocadiscos, metió un cuarto de centavo, y seleccionó “Help Me Make It Through the Night”, de Willie Nelson. Y mientras Irene y yo permanecíamos en la mesa, riendo y bebiendo más whisky, Chico Dulce bailó lentamente a nuestro alrededor siguiendo la canción con Willie.

—¿Me estás dando una serenata? –pregunté.

Siguió cantando y bailando.

—¿Me estás dando una serenata? –pregunté otra vez.

—Te está hechizando –dijo Irene.

Me incliné sobre la mesa, derribando algunos tragos, y besé a Irene con fuerza. Y ella me besó.

10 P.M.

Irene me empujó hacia los baños de mujeres, cerró la puerta tras nosotros y hundió sus manos en mis pantalones. Era bajita, así que debía inclinarme para besarla. Agarré y apreté cada parte de su cuerpo que pude alcanzar. Era increíblemente gorda, y cada parte de su cuerpo era como un tibio y largo pecho suave.

MEDIANOCHE

Casi ciego por el alcohol, estaba solo en el bar y hubiera jurado que tan sólo un minuto atrás había estado con Irene.

—¡Un trago más! –grité al barman.

—¡No tienes más dinero! –me contestó.

—Alguien compre un trago para mí –grité.

—¡Tampoco tienen dinero!

—¿A dónde se fueron Irene y Chico Dulce?

Se habían ido.

2 A.M.

—Hora de cerrar –gritó el barman a los tres o cuatro indios que aún bebíamos fuerte después de un largo y difícil día de bebida. Los indios son o bien sprinters o bien maratonistas.

—¿A dónde se fueron Irene y Chico Dulce? –pregunté.

—Hace horas que se fueron –dijo el barman.

—¿A dónde fueron?

—Te lo he dicho cien veces. No lo sé.

—¿Y qué se supone que voy a hacer?

—Es hora de cerrar. No me importa a dónde vayas, pero no puedes permanecer aquí.

—Bastardo malagradecido. Fui bueno contigo.

—Si no te vas ahora mismo, te va a ir mal.

—Vamos. Sé pelear.

Él vino hacia mí. No recuerdo lo que pasó después.

4 A.M.

Emergí de la oscuridad y me descubrí caminando detrás de un gran almacén. No sabía dónde estaba. Me dolía la cara. Me toqué la nariz y pensé que podía estar rota. Exhausto y con frío, tomé una lona de plástico de un camión, la envolví a mi alrededor como un fiel amante, y caí dormido sobre la tierra.

6 A.M.

Alguien me dio una patada en las costillas. Abrí los ojos y miré a un policía blanco.

—Jackson –dijo el policía—. ¿Eres tú?

—Oficial Williams –dije. Era un buen policía, con unos dientes finos. Me había dado cientos de caramelos durante varios años. Me pregunté si él sabía que yo era diabético.

—¿Qué demonios haces aquí? –preguntó.

—Tenía sueño y estaba congelado –respondí—. Así que me tiré.

—Tonto de mierda, te desmayaste sobre los rieles del tren.

Me senté y miré a mi alrededor. Yacía sobre los rieles del tren. Los trabajadores del muelle me miraban. Podía haber sido una pizza de tren, un indio doble con peperoni y extra queso. Enfermo y asustado me incliné y vomité whisky.

—¿Qué es lo que pasa contigo? –preguntó el oficial Williams—. Nunca habías sido tan estúpido.

—Es mi abuela –dije—. Murió.

—Lo siento, hombre. ¿Cuándo murió?

—En mil novecientos setenta y dos.

—¿Y te estás matando ahora?

—Me he estado matando desde que murió.

Sacudió la cabeza. Se sentía triste por mí. Como ya dije, era un buen policía.

—Y alguien te dio una buena golpiza –dijo—. ¿Recuerdas quién?

—El señor Grief y yo tuvimos unos cuantos rounds.

—Parece que el señor Grief te noqueó.

—El señor Grief siempre gana.

—Vamos –dijo—. Muévete de aquí.

Me ayudó a levantarme y me llevó hasta su coche patrulla. Me sentó en la parte trasera.

—Vomita ahí atrás y tendrás que limpiarlo –dijo.

—Es justo.

Rodeó el auto y tomó asiento del lado del conductor.

—Te voy a llevar a desintoxicación. –dijo.

—No, hombre, ese lugar es horrible –dije—. Está lleno de indios borrachos.

Reímos. Se alejó de los muelles.

—No sé cómo lo hacen ustedes –dijo.

—¿Quiénes ustedes?

—Ustedes los indios. ¿Cómo hacen para reír tanto? Te acabo de levantar de las vías del tren y ya estás haciendo bromas. ¿Por qué demonios haces eso?

—Las dos tribus más divertidas entre las que he estado son las de los indios y los judíos, así que supongo que eso habla acerca del humor inherente al genocidio.

Reímos.

—Escúchate, Jackson. Eres listo. ¿Qué haces en las calles?

—Dame mil dólares y te lo diré.

—Te daría mil dólares si supiera que eso enderezaría tu vida.

Y lo decía de verdad. Era el segundo mejor policía que había conocido.

—Eres un buen policía –dije.

—Vamos, Jackson –dijo—. No me vengas con eso.

—No, de verdad. Me recuerdas a mi abuelo.

—Claro, eso es lo que ustedes los indios me dicen siempre.

—No, hombre. Mi abuelo era un policía tribal. Era un buen policía. Nunca arrestó a nadie. Cuidaba de la gente. Igual que tú.

—Yo he arrestado a cientos de escorias, Jackson. A un par les disparé en el culo.

—No importa. No eres un asesino.

—No los maté. Maté sus culos. Soy un mata culos.

Pasamos por el centro. Las misiones y los albergues ya habían soltado a sus trasnochadores. Hombres y mujeres, adormilados, sin hogar, estaban en las esquinas y contemplaban el cielo gris. Era la mañana siguiente a la noche de los muertos vivos.

—¿Alguna vez tuviste miedo? –pregunté al oficial Williams.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, ser un policía, ¿te da miedo?

Lo pensó durante un rato. Lo reflexionó. Eso me gustaba de él.

—Creo que intento no pensar mucho en el miedo –dijo—. Si piensas en el miedo, entonces tendrás miedo. El trabajo es aburrido la mayor parte del tiempo. Sólo conduciendo y mirando los rincones oscuros, ya sabes, y no viendo nada. Pero luego las cosas se ponen pesadas. Estás persiguiendo a alguien, o combatiéndolos, o caminas alrededor de una casa oscura y sabes que algún tipo loco está escondido justo a la vuelta, y mierda, sí es de miedo.

—Mi abuelo murió cumpliendo su deber –dije.

—Lo siento. ¿Cómo pasó?

Sabía que escucharía mi historia con atención.

—Trabajaba en la reserva. Todos se conocían. Era seguro. No somos como esos locos indios Sioux o Apaches o cualquiera de esas otras tribus guerreras. Sólo habían ocurrido tres asesinatos en los últimos cien años.

—Eso es seguro.

—Seguro. Nosotros los Spokane somos pasivos, ya sabes. Usamos mucho la lengua. Y decimos palabrotas a quien sea. Pero no disparamos a la gente, ni la apuñalamos. No mucho, por lo menos.

—¿Entonces qué pasó con tu abuelo?

—Un tipo y su novia estaban peleando cerca de Little Falls.

—Pelea doméstica. Esas son las peores.

—Sí, pero este tipo era el hermano de mi abuelo. Mi tío abuelo.

—Oh, no.

—Sí, fue terrible. Mi abuelo entró a la casa. Había estado ahí cientos de veces. Y su hermano y su novia estaban borrachos y golpeándose uno al otro. MI abuelo se interpuso entre ellos, como había hecho cientos de veces. La novia se tropezó con algo. Cayó y al golpearse la cabeza comenzó a llorar. Y mi abuelo se arrodilló junto a ella para ver si estaba bien, y por alguna razón, mi tío abuelo lo alcanzó, sacó la pistola del estuche de mi abuelo y le disparó en la cabeza.

—Es terrible. Lo siento.

—Sí, mi tío abuelo nunca supo por qué lo hizo. Fue a la cárcel de por vida, ya sabes, y siempre escribe cartas larguísimas. Como cincuenta páginas de letra manuscrita minúscula. Y siempre intenta comprender por qué lo hizo. Escribió y escribió y escribió intentando comprenderlo. Nunca lo logró. Es un gran misterio.

—¿Recuerdas a tu abuelo?

—Un poco. Recuerdo el funeral. Mi abuela no dejaba que lo enterraran. Mi padre tuvo que separarla a la fuerza de la tumba.

—No sé qué decir.

—Yo tampoco.

Nos detuvimos frente al centro de desintoxicación.

—Llegamos –dijo el oficial Williams.

—No puedo entrar ahí –dije.

—Tienes que entrar.

—No, por favor. Me van a encerrar durante veinticuatro horas. Y entonces ya va a ser muy tarde.

—¿Muy tarde para qué?

Le conté del atavío de mi abuela y del tiempo límite que tenía para recuperarlo.

—Si fue robado, debes declararlo –dijo—. Lo investigaré por mí mismo. Si pertenece de verdad a tu abuela, yo te lo regresaré. Legalmente.

—No –dije—. Eso no es justo. El prestamista no sabía que era robado. Y además, esta es una misión mía. Quiero ser un héroe, ¿sabes? Lo quiero ganar por mí mismo, como un caballero.

—Eso es romanticismo barato.

—Puede ser. Pero me importa. Hace mucho tiempo que algo no me importaba tanto.

El oficial Williams giró en su asiento y me observó. Me estudió.

—Te daré un poco de dinero –dijo—. No tengo mucho. Sólo treinta dólares. Estoy corto hasta el día de paga. No es suficiente para recuperar el atavío. Pero es algo.

—Los tomo –dije.

—Te los doy porque creo en lo que tú crees. Tengo la esperanza, y no sé por qué es así, pero tengo la esperanza de que de alguna manera puedes convertir treinta dólares en mil.

—Creo en la magia.

—Yo creo que vas a tomar mi dinero y emborracharte con él.

—¿Entonces por qué me lo estás dando?

—No hay nada parecido a un policía ateo.

—Sí los hay.

—Bueno, yo no soy un policía ateo.

Me dejó salir del auto, me dio dos de a cinco y uno de veinte y me dio un saludo de manos.

—Cuídate, Jackson –dijo—. Y mantente alejado de las vías del tren.

—Lo intentaré –dije.

Se alejó. Con mi dinero caminé hasta un baño.

8 A.M.

En el muelle, aquellos tres Aleuts aún esperaban sentados en la banca de madera.

—¿Han visto su barco? –pregunté.

—Hemos visto montones de barcos –dijo el Aleut más viejo—. Pero no nuestro barco.

Me senté en la banca con ellos. Estuvimos en silencio durante mucho tiempo. Me pregunté si nos fosilizaríamos si aguardábamos el tiempo suficiente.

Pensé en mi abuela, y en que nunca la vi bailar con su atavío. Y más que nada, deseaba haberla visto bailar en el powwow.

—Hey, chicos, ¿conocen alguna canción?

—Yo me sé todo de Hank Williams –dijo el Aleut más viejo.

—¿Y canciones indias?

—Hank Williams es indio.

—¿Y canciones sagradas?

—Hank Williams es sagrado.

—Hablo de canciones ceremoniales. Ya saben, las religiosas. Las canciones que cantas en casa cuando deseas y esperas algo.

—¿Qué es lo que deseas y esperas?

—Desearía que mi abuela aún viviera.

—Todas las canciones que conozco son sobre eso.

—Bueno, cántame tantas como puedas.

El Aleut cantó sus bellas y extrañas canciones. Escuché. Cantaron sobre mi abuela y sobre sus abuelas. Ellos estaban solos a causa del frío y de la nieve. Yo estaba solo por todo.

10 A.M.

Cuando el Aleut cantó la última canción, permanecimos en silencio durante un rato. Los indios son buenos para el silencio.

—¿Fue esa la última canción? –pregunté.

—Cantamos todas las canciones que pudimos –dijo el viejo Aleut—. Las otras sólo son para nuestro pueblo.

Lo entendí. Los indios debemos mantener nuestros secretos. Y estos Aleuts eran tan secretos que no se referían a ellos mismos como indios.

—Chicos, ¿tienen hambre? –pregunté.

Se miraron entre ellos y se comunicaron sin palabras.

—Podemos comer –dijo el viejo.

11 A.M.

Los Aleuts y yo caminamos hacia Big Kitchen, un grasoso restaurante popular en el Distrito Internacional. Sabía que atendían a indios sin hogar a los que les caía algún dinero en suerte.

—¿Cuatro desayunos? –preguntó la mesera cuando entramos.

—Sí, tenemos mucha hambre –dijo el Aleut más viejo.

Nos llevó a un compartimiento cerca de la cocina. Podía oler el aroma de la comida. Mi estómago gruñó.

—¿Quieren cuentas separadas? –preguntó la mesera.

—No, yo pago –dije.

—¿No eres tú el tipo generoso? –dijo.

—No hagas eso –dije.

—¿Hacer qué? –preguntó.

—No me hagas preguntas retóricas. Me asustan.

Pareció confundirse un momento, pero luego se rió.

—Muy bien, profesor –dijo—. Desde ahora sólo te haré preguntas reales.

—Gracias.

—¿Qué quieren comer, chicos?

—Esa es la mejor pregunta que alguien puede hacer –dije—. ¿Qué es lo que tienes?

—¿Cuánto dinero tienes?

—Otra buena pregunta –dije—. Puedo gastar veinticinco dólares. Tráenos todo el desayuno que puedas, y añade la propina.

Ella sabía el cálculo.

—Muy bien, eso son cuatro especiales y cuatro cafés, y el quince por ciento para mí.

Los Aleuts y yo esperamos en silencio. Muy pronto, la mesera volvió y nos sirvió cuatro cafés que bebimos hasta que volvió con cuatro platos de comida. Huevos, tocino, tostadas, puré de papa. Es sorprendente cuánta comida puedes comprar con tan poco dinero.

Agradecidos, celebramos.

MEDIODÍA

Dije adiós a los Aleuts y caminé hacia la casa de empeño. Más tarde escuché que los Aleuts habían vadeado por las aguas cercanas al muelle 47 y desaparecieron. Algunos indios juran que los vieron caminar sobre el agua y dirigirse al norte. Otros dicen que los Aleuts se ahogaron. No sé lo que les pasó.

Busqué la casa de empeño y no podía encontrarla. Juro que no estaba en el lugar donde había estado antes. Caminé durante veinte o treinta cuadras buscándola, doblé en esquinas, crucé intersecciones y busqué el nombre en la guía telefónica y le pregunté a la gente si habían escuchado hablar de ella. Pero la casa de empeño parecía haber izado las velas como un barco fantasma. Quería llorar. Y en el mismo instante en que me estaba dando por vencido, cuando doblé la última esquina y pensé que podría morir si no encontraba la casa de empeño, ahí estaba, en un sitio en el que, apenas unos minutos atrás, juro que no estaba.

Entré y saludé al prestamista, que parecía más joven que la primera vez.

—Eres tú –dijo.

—Sí, soy yo –dije.

—Jackson Jackson.

—Ese es mi nombre.

—¿Dónde están tus amigos?

—Están de viaje. Pero está bien, los indios están por todos lados.

—¿Tienes el dinero?

—¿Cuánto era lo que necesitaba? –pregunté y esperaba que la cantidad hubiera cambiado.

—Novecientos noventa y nueve dólares.

Seguía siendo el mismo precio. Por supuesto que era el mismo precio. ¿Por qué iba a cambiar?

—No tengo ese dinero.

—¿Cuánto tienes?

—Cinco dólares.

Dejé el Lincoln arrugado sobre la barra. El prestamista lo estudió.

—¿Son los mismos cinco dólares que ayer?

—No, son diferentes.

Pensó en las posibilidades.

—¿Trabajaste duro por este dinero? –preguntó.

—Sí –dije.

Cerró los ojos y pensó aún más duro en las posibilidades. Luego fue a la habitación trasera y regresó con el atavío de mi abuela.

—Tómalo –dijo, y me lo alcanzó.

—No tengo el dinero.

—No quiero tu dinero.

—Pero yo lo quería ganar.

—Lo hiciste. Ahora llévatelo antes de que me arrepienta.

—¿Sabe cuántos hombres buenos hay en el mundo? ¡Demasiados para contarlos!

Tomé el atavío de mi abuela y salí afuera. Sabía que aquel adorno amarillo era parte de mí. Sabía que en parte yo mismo era aquel adorno amarillo. Afuera, me vestí con el atavío y respiré con él. Dejé la banqueta y entré a la intersección. Los peatones se detuvieron. Los autos hicieron alto. La ciudad se detuvo. Todos ellos me miraron bailar con el atavío de mi abuela. Yo era mi abuela, bailando.

by Sherman Alexie

nació en 1966 y creció en la reserva india de Spokane, Washington. A la fecha ha publicado más de veinte libros. Este cuento forma parte del libro Ten Little Indians, que en 2005 obtuvo el Premio O’Henry. Ver más

6 Replies to “Lo que empeñes, yo lo recobraré”

  1. 4
    Gerardo Piña

    Este es un cuento entrañable y sorprendente; lo primero, porque es conmovedor sin recurrir al chantaje sentimental. Lo segundo, porque es una historia que no pertenece sólo a la época y contexto de cuando fue escrito. Es realmente universal.
    Felicidades por la traducción y la publicación de este relato.

  2. 5
    samuel

    Interesante porque me da a conocer la idiosincrasia indígena de los Estados Unidos. El contexto de sobrevivencia en el que se mueven los desplazados por el poder económico de los blancos.
    Las creencias que parecen constituirse en una realidad que te circunda.
    La ironía y el modo de enfrentar el mundo, sin dinero, sin suerte y sin el calor de los que existen a tu lado.

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