El refugio del hurón es una doble vertiente, por su mismo torrente descontrolado; un libro desigual en cuanto a calidad, y salpicado, aquí y allá, de sucesos truculentos, atentados contra su misma belleza.
En “Ruinas” —uno de los mejores del volumen—, un hombre rumia durante la visita familiar a un parque arqueológico la propia ruina en que se han convertido su vida y su matrimonio. Planea huir solo al día siguiente pero opta, en un giro final inesperado, por sacrificarse a sí mismo y a los suyos de la forma en que antiguas sociedades mesoamericanas, al emigrar o cambiar de ubicación, quemaban todo cuanto dejaban atrás para garantizarse un nuevo comienzo. “El refugio del hurón», relato que da título al libro. Una pareja que inicia su vida en común descubre que en realidad no se soporta, y seguramente al igual que el hurón (que tienen por mascota) terminarán devorándose hasta que todo se resuelva violencia desenfrenada. “La última bala», el relato cínico de un lío pasional en que se entremezclan los celos crónicos de un marido trastornado. Aquí la envidia y la lujuria provocan un abrupto y doloroso final para todos sus implicados (con muertes incluidas).
Si bien la serie mantiene cierta cohesión sobre una mirada unificadora desde el desencanto, nos encontramos pues con un libro compuesto por nueve relatos de distinto tono y calibre, en el que sus personajes —pobres diablos abandonados de un destino o una verdadera vida— experimentan en forma patética y resignada sus peripecias en un mundo prosaico y anodino, carente de heroísmo o poesía. Un cierto hálito melancólico campea en algunos de los textos. La desbocada búsqueda de la sorpresa o la originalidad, algunas veces se suaviza, dando un mayor control de las atmosferas y el ritmo narrativo. En “Flores en la ventana“ esto es evidente; aquí un solterón entrado en años, calvo y abotagado por la ociosidad, se enamora de una joven deportista que pasa todos los días frente a su vivienda. La soledad en la perspectiva otoñal de sus días le llevan a pretender enamorarla, pero su mente encendida es mucho más elocuente que su cotidianidad carente de estímulos. Unas efímeras flores puestas a diario sobre el alféizar de la ventana son el único vínculo con su joven amante (que desparece de su vida como desparecen las propias flores al marchitarse). “Hermanos” y “Crónica de la llegada del fantasma” —relato sobre una moderna Penélope cuyo marido ha marchado al norte en busca de trabajo— participan por igual de esta eficaz forma de captar el lento y contundente fluir del tiempo.
Identifico un tercer grupo de cuentos en que un cierre contundente (sin apelar a lo escabroso), da un cierto tono elevado a las tramas, mediante la presencia constante de la muerte como estado anímico o perspectiva (aunque incluso ella, la muerte, salga muy mal parada en un mundo que al desacralizar a tal extremo la vida termina por desacralizarla a ella misma). En estos textos no es la parca respetada y noble de otras literaturas la que da el último toque de grandeza a la existencia de los personajes, sino que nos hallamos ya con una muerte íngrima, arrinconada, incluso podríamos decir, indigna, obligada simplemente a ser la doméstica que recoge los desechos que van cayendo de la mesa donde se produce el festín magro de la vida contemporánea. En el relato titulado “Sin retorno”, el viaje por carretera y en horas nocturnas de una pareja de amantes se convierte en la metáfora existencial del viaje de la vida en medio de la incertidumbre y el desconocimiento más absolutos. En “Las fotos de Jean Antoine”, por otro lado, vivimos desde dos ópticas distintas los últimos momentos de la existencia de Antoine y el posterior deambular de su amigo mientras cumple los requisitos de rigor para legalizar su muerte. Por último, “Peces panza arriba”, se constituye en la confesión de una conciencia aterrada por la imposibilidad de comunicarse o hacerse visible (y que nos conduce indefectiblemente hacia la misma imposibilidad de ser), una especie de muerte en vida o infierno aquí mismo, sobre esta tierra.
Estos cuentos denotan las lecturas de alguien que ha trasegado cientos de libros. Sin embargo, la elección de sus temáticas —en su mayoría signadas por pasiones enfermizas—revelan al todavía joven autor que busca su propia identidad estética en medio de los ecos de la tradición y las escrituras más contemporáneas.
Investigo en la web y descubro que Juan Gerardo Aguilar cuenta tan solo 35 años de edad a la fecha. Sí, relatos de juventud, a mi parecer, por su forma (que aunque cuidada, transpiran cierta impropiedad), y por el fondo apelan de manera obsesiva a los tópicos de la primera madurez cuando afrontamos los problemas de la vida con la energía entusiasta de un colegial y el escepticismo de las primeras experiencias fallidas con aparente inocencia.
es poeta y literato. Fue director de la revista de creación Rilttaura, de la Universidad Nacional de Colombia.
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