Así que comienzo esta reseña comentando lo que el libro no es. No es, a pesar de la juventud de Diego Zúñiga, una de esas primeras novelas que no logran escapar de la onda gravitacional de Roberto Bolaño. De hecho, el epígrafe que sirve como entrada al libro es de Richard Ford, y ustedes ya saben lo que Ford piensa de Bolaño. Camanchaca (Libros La Calabaza del Diablo, 2009) es la historia de un viaje padre-hijo desde Santiago de Chile a Tacna con un único propósito, salvar la horrible dentadura del protagonista y narrador.
En este humilde propósito radica el elogio y la condena de Camanchaca. Uno puede, incluso, seguir elogiándola por lo que no es: no es una novela que acuda a los trucos baratos tan abundantes en los jóvenes narradores con ganas de demostrar que pueden o que tienen algo que decir; no hay, por ejemplo, situaciones que exijan la presencia de, digamos, un vagabundo francés obsesionado con los osos de peluche o los zapatos de tacón; tampoco existe la parafernalia típica de las novelas posmo o indie; al contrario, es como si Diego Zúñiga hubiera decidido mostrar, con la contención narrativa, que escribir una primera novela no tiene por qué ser el vaciado total de las influencias anheladas y las coyunturas sino apostar, así sea dejando mucho en el camino, por una voz personal.
La historia de Camanchaca es más que eso, por supuesto, es una historia familiar que uno comienza a armar a medida que el trayecto a Tacna se convierte en realidad. En esta pequeña odisea hay secretos, algunos más obvios que otros, relaciones tirantes, causas y efectos, y un conjunto de estampas que terminan por dotar de humanidad al personaje y narrador, que no es un chico especial, ni autista, ni cool, ni genio, ni galán, ni perdedor o ganador, sólo un chico, un chico con problemas atrás y adelante de su vida, que ofrece esta novela como un testimonio de una realidad compleja cuando uno se toma la molestia de abrirse paso entre las sutilezas y las pistas que ofrece el narrador.
Pero así como uno puede elogiar tanto la contención bien escrita de Camanchaca, también se echa en falta un poco más de atrevimiento, en vista de que no se trata de un narrador que carezca de la capacidad para llevarlo a cabo. En los autores jóvenes, ¿cuántos primeros párrafos son tan concisos, exactos y plenos de expectativas como los que dan comienzo a Camanchaca?:
El primer auto que tuvo mi papá fue un Ford Fairlane, del año 1971, que le regaló mi abuelo cuando cumplió los quince años.
El segundo fue Honda Accord, del año 1985, color plomo.
El tercero fue un BMW 850i, azul marino, del año 1990, con el que mató a mi tío Neno.
El cuarto es una camioneta Ford Ranger, color humo, en la que vamos atravesando el desierto de Atacama.
Toda esta especificidad (las marcas, los años, los tonos) son reveladores de la influencia de los autores norteamericanos en esta novela. De ellos mencionaría a Richard Ford, por las descripciones del desierto, el cielo y la luz; a Anne Beattie, por la sutileza con que se desvelan los motivos y los traumas; y a Carver, por las relaciones familiares aparentemente sencillas que de pronto se complican más y más hasta dotarlas de perversión y violencia.
Así, en su brevedad y contención, Camanchaca es el primer paso de un narrador sin prisas ni ansias de impactar y que prefiere, a diferencia de muchos, sacrificar sus dones para contarnos la historia de una familia, la historia de todo el mundo.
nació en 1979. Vive en la ciudad de México.
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